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  • Foto del escritorReynaldo Bernal Cárdenas

EL PODER DE LA ORACIÓN


Sobre el autor


Reynaldo Bernal Cárdenas (Bogotá,1965) estudió música en el conservatorio de la Universidad Nacional y años después fue seducido por los libros. El género del cuento ha marcado su cabalgar por la escritura. Participó en talleres literarios propuestos por Idartes Bogotá y el Ministerio de Cultura de Colombia. Algunos de sus cuentos han sido publicados en medios impresos y digitales de Colombia y de varios países, por ejemplo, Narrativa Breve de España, diario El Espectador, Revista Ámsterdam Sur y la Radio Nacional Argentina. En la actualidad vive en Bogotá y dedica la mayor parte de su tiempo a la escritura.

 

-Reynaldo Bernal Cárdenas-


Aquel día, temprano, un resplandor leve y caprichoso se coló por el ventanal y tuvo efecto estimulante sobre mi creatividad aletargada. Hacía días que sentía como que cargaba siglos de infecundidad creadora. No había ideado nada importante en mucho tiempo y mi vida se blandía en una sensación de mansa inexistencia. Desde luego aproveché el carácter propicio del momento (que con la edad suele presentarse con menor frecuencia) y después de una ducha tibia, y un ligero desayuno, me encerré en la tranquilidad de mi estudio. Tomé una hoja de papel, la puse en la máquina de escribir y la numeré. Moví los dedos sobre el teclado y los estiré tres, cuatro veces, hasta que la tensión cedió por completo. Miré los tipos con un arrojo incierto, saqué de mi escritorio algunas fichas en las que había tomado notas sobre el cuento que quería escribir y las leí. Entonces, cuando una idea ambigua del primer párrafo por fin apareció, me dejé ir hacia las imágenes de ficción instaladas por meses en mi cabeza, y que ahora reclamaban autonomía para buscar su propio color y movimiento; clac, clac: “La mujer recibió el vaso con agua, se tragó la pastilla y temblorosa sorbió el líquido hasta que sintió alivio en su garganta volcánica…” ¡No! el término “volcánica” suena fatal. Ummm. Ya lo revisaré, me dije y volví a entregarme a la familiar felicidad de ver correr dócilmente las frases.


Había que esmerarse con las primeras líneas, claro, aunque por primera vez intentaría proseguir sin detenerme a corregir.


La premisa, nada original, desde luego, era retratar las circunstancias tortuosas que hundían en la adversidad las vidas de una mujer enferma y de su hija de ocho años (que para efecto de la historia constituía su única compañía), tejerlas con delgados hilos narrativos y valerme de los artificios literarios para esbozar en el argumento mis inflexibles convicciones ateas. Intentaría demostrar que el concepto de Dios era una argucia bien diseñada; nada distinto al consuelo simple de cualquier desventurado. Eché mano de aquella situación lastimosa porque me pareció que bien podría ser real y se ajustaba a la intención y efecto que buscaba. Por otro lado, para sugerir la percepción de verosimilitud, y profunda zozobra, ambienté el cuento en el extrarradio de los barrios bajos de una ciudad cualquiera y en la intimidad de un pequeño rancho de latas desbordado de pobreza infame, donde el infortunio rompía, implacable, los debilitados diques de la voluntad de las dos mujeres.


Volví la vista a las fichas. ¿Qué escribí en ésta? Ah, sí: “…por las noches, a la luz de una flébil lamparilla, la niña velaba con estoicismo las horas de aflicción de la madre y por las mañanas salía, con el sueño aún adherido a los párpados, a revolver los tachos de basura rastreando cualquier cachivache que pudiese vender para comprar las medicinas, o bien, en busca de alimentos a medio pudrir que todavía pudiesen ser consumidos…” ¡Sí, ya tenía la estructura argumental más o menos definida! El tipo de narrador sería omnisciente, por supuesto; era el que mejor me iba. “Un gran progreso”, pensé.


Seguí estudiando posibilidades, mientras escribía frases sueltas que claramente cambiaría después, en la corrección; así avancé unas cuantas páginas. Inferí también que debía mostrar al lector un grado de extrema adversidad acechando a los personajes a lo largo de la historia, pues eso reforzaría la impresión de que un ser todopoderoso, del cual yo iba a hablar posteriormente, no podía existir advirtiendo indiferente tal infortunio, ni siquiera en la ficción literaria. De modo que llevé a los personajes al límite. Ummm. Ahí me detuve. Releí. Estaba cayendo en un lugar común. El relato –pensé– sería apenas un melodrama si la madre se recuperaba y todos contentos. Indefectiblemente debía morir.


En eso estaba cuando me di cuenta de que, luego de veintidós páginas, diez horas de obcecada labor de escritura, y veintitantos cafés, la noche me había encontrado peinando mi blanca barba con la mano y buscando la manera más justa de dar por terminada la historia; quería encontrar un final inesperado, por completo asombroso, fantástico quizá.


De tarde, y ya vencido por la fatiga, tuve que irme a la cama dejando el cuento inacabado. Me dormí en la certidumbre de terminarlo con las primeras cenizas del alba, sabía que algo se me ocurriría. Y sucedió que, en fondo de mi sueño, vi a la niña arrodillada del lado del lecho de la mamá (me sorprendió lo reales que eran ¿tendría ya mi final?) con las palmas de sus manitas juntas, buscando el cielo ilusorio de mi estudio e implorándome en oración: “Sabes que me he portado bien, te pido que no te lleves a mi mamá. ¡Eres un buen Dios y no querrás quitármela…!” Y continuó el rezo por varios minutos con tanta devoción que yo, en el sueño, sentí que debía –y podía– tocar su pequeño corazón. Y lo hice. Así que aquel personaje infantil tomó la mano de la madre, que reposaba sobre una biblia que acababa de ponerle en el pecho, miró a lo alto con entereza y sonrió esperanzada.


Fue entonces que tuve conciencia de mi propia realidad. Tras una sensación de levedad que no puedo explicar (de repente perdí adherencia, quise asirme con desespero a cualquier forma de materialidad), comprendí que no iba a despertar del sueño en el que creía estar, porque la aserción de mi existencia gravitaba en la certeza de mis propias convicciones, así que cuanto creía ser no pasaba de una mera ilusión. Todo quedó claro en un instante: yo no había imaginado una historia y unos personajes. Ellos me imaginaban a mí.



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