Santiago Said I CUENTO I MÉXICO
"Demetria" es un relato intenso y perturbador que explora las profundidades del deseo, la obsesión y la culpa. A través de la mirada de un narrador marcado por la pérdida y la soledad, el texto nos sumerge en una relación profundamente trágica con la misteriosa y fascinante Demetria. La narrativa, evocadora y cargada de simbolismo, presenta una atmósfera inquietante donde la belleza y lo siniestro se entrelazan. La obra aborda temas como la idealización romántica, el peso del pasado y las fronteras entre la realidad y lo sobrenatural.
She smiled and that transfigured me
And left me but a lout,
Maundering here, and maundering there,
Emptier of thought
Than the heavenly circuit of its stars
When the moon sails out.
William Butler Yeats. ‘First Love’
El singular amor que sentí por Demetria, tan ardiente, tan intenso, me degradó en la sombra del pecado más ponzoñoso. Nunca creí enamorarme tan profundamente, ni mucho menos que esta pasión me acompañara por el resto de mi existencia. Demetria apareció en los primeros años de mi vida en la forma de una mujer con cuello alabastrino y un alma gloriosa que se revelaba en su dulce mirar; sin embargo, mi inmadurez emocional e inexperiencia comunicativa, la obligaron a alejarse. A pesar del corto periodo amoroso que viví a su lado, me hizo feliz y, además, gracias a ella, mi cuerpo y mi espíritu experimentaron, por primera y única vez, el fuego de la pasión y el deseo. No obstante, cuando yo, un muchacho de apenas veinte años, envenenado por la suave ambrosía de los labios de Demetria, estuve dispuesto a llevarla al altar, ella desapareció. Su ausencia dejó herida mi alma que la idolatraba y, cuando el horrible sufrimiento estuvo a punto de devorarme por completo, el azar me trajo a Naya, con quien viví la vida conyugal, monótona y gris.
Crecí en un pequeño pueblo campesino, en el cual mi familia se dedicaba a la crianza de ovejas y a la cosecha de hortalizas. Mi padre murió cuando cumplí los quince años y, a partir de entonces, dejé los estudios y me dediqué a merodear por los rincones del pueblo en busca de un empleo mejor pagado. Mi madre continuó con la crianza de ovejas y las labores del campo; no obstante, a pesar de que yo trabajaba en un rastro de ganado, el dinero era insuficiente. Tiempo después mi madre enfermó de meningitis a causa de una muela que ella misma se arrancó de la quijada y que, con los días, se le infectó. Tuve que rematar nuestro rebaño en una subasta que organizó el gremio de ganaderos en el mercado del pueblo y, con el dinero que recaudé, pagué el tratamiento de mi madre.
Aunque hice todo lo posible por atender sus padecimientos, el médico me aconsejó no guardar esperanzas en su recuperación, pues la infección había avanzado demasiado y, efectivamente, mi madre expiró poco después. Con base en esta dolorosa pérdida, mi personalidad cambió y tuve que enfrentar los problemas del porvenir con absoluto estoicismo.
Vagué por la senda del desamparo, en medio de la indiferencia de la gente, sin familia y sin hogar. Con esfuerzo compré una casa-remolque en donde transporté, de aquí para allá, una existencia solitaria y apática. Los pocos individuos que lograron convivir conmigo confirmaron las murmuraciones de mi mala reputación, la cual arrastré hasta el día en que conocí a Demetria.
Por entonces había regresado a mi pueblo natal, en donde aparqué mi casa-remolque cerca de una colina. Las ramas retorcidas de los nogales secos resguardaban a las parvadas de cuervos, que solían picotear las ventanas de mi caravana en el instante mismo en que la brisa hacía caer insectos y otras alimañas. Cuando conseguí trabajo en las minas de plata, que descubrieron en la montaña, uno de los hombres con quienes hice amistad solía contarme que él criaba a su única hija, la cual había heredado de su madre aquellos prolongados ojos verdes y un largo y elegante cuello alabastrino. Ese hombre se hacía llamar Jonás y constantemente me invitaba a su hogar para tomar cervezas, pues, a partir de la muerte de su esposa, aseguraba sentirse abandonado y triste. Solía rechazar las invitaciones, pues, por aquel entonces, estaba muy preocupado por ahorrar dinero y escapar del pueblo lo más lejos posible.
Una tarde escabrosa, mientras regresaba a mi alojamiento, pasé a un costado del arroyo. Una salvaje tormenta se avecinaba y en la cúpula del cielo resonaba el fragor de los truenos. Fue esa tarde, precisamente en la orilla del arroyo, que vi por primera vez a Demetria. Se bañaba en las aguas heladas entretanto esperaba la noche. Su sobria y nívea piel contrastaba con la oscuridad paulatina que comenzaba a cubrir los alrededores de la pradera. Al verme, se cubrió el pecho y antepuso la pierna izquierda, semejante a una Venus silvestre. Sin embargo, a pesar de ruborizarse, mostró una sonrisa que me hizo sentir entusiasmado. Sus prolongados ojos verdes y su largo cuello, de los que tanto hablaba su padre, me orillaron a reconocerla como Demetria, la hija del viejo Jonás.
Cuando al fin acepté la invitación de Jonás, Demetria me recibió en la puerta. Al igual que yo, ella tenía en ese momento diecisiete años cumplidos. Me acogió con aquella misma sonrisa que me regaló al descubrirla desnuda mientras nadaba en el arroyo. Su padre, un anciano alcohólico y depresivo, me aseguró que su única hija era la imagen exacta de su difunta esposa. Afirmó que el parecido entre ellas era extraordinario, como si su esposa nunca hubiera muerto. Y para demostrarme que no me tomaba el pelo, extrajo de una carcomida caja de madera, un cuaderno en donde una fotografía desgastada mostraba a Jonás con su esposa, abrazados frente a un paisaje rústico.
No podía tratarse de un engaño, pues en la fotografía, Jonás se advertía vigorizado, con cabello en las sienes y una postura erguida. No obstante, la mujer de la imagen era indudablemente su hija Demetria. Al advertir mi desconcierto, el anciano se echó a reír, como si tratara de compadecer mi sorpresa. «Lo sé, es un capricho de la naturaleza el evitar que algo tan bello muera y desaparezca. Es por eso que mi hija no guarda ningún parecido conmigo; más bien es una réplica exacta de mi mujer, sin la más mínima variación… Es algo increíble».
Sin duda alguna, Demetria era la mujer más hermosa del pueblo; y no es que en la población no existieran mujeres bonitas; las había. Pero el encanto de Demetria era místico, más que material. El anciano Jonás me comentó que el nombre de su esposa muerta era también Demetria y que su hija, además del parecido físico, conservaba la voz, los gestos y hasta el comportamiento de su mujer.
A través de los días frecuenté el hogar del viejo Jonás, son el solo propósito de ver a distancia a su hermosa hija. Las primeras veces que logré estar en su presencia y aspirar su fragancia me sentí intimidado. ¿Qué podía ofrecerle yo, un pobre diablo que vivía en un remolque? Sin embargo, este desagradable pensamiento fue sustituido por el escepticismo y la observación, pues advertí de inmediato que Demetria era un ser completamente distinto de cualquier otra mujer del lugar.
Asimismo, algo que en un inicio me obligó a tomar una postura escéptica fue cuando el anciano Jonás –quien era un viejo decrépito y oloroso– me juró tener apenas cuarenta años de edad. La primera vez que me lo contó fue cuando tomábamos un descanso y almorzábamos sentados en la grava expulsada de la garganta de la mina. No pude evitar reírme de su absurda confesión. Pero, como si ya esperara esa reacción de mi parte, austeramente me dijo que su difunta mujer se alimentaba de su vitalidad y, por eso, ella nunca envejeció durante el tiempo que se mantuvo a su lado. «Cierra el pico, viejo loco», le dije de manera tajante en ese momento, y no volvió a tocar el tema.
Cuando las minas cerraron, muchos granjeros, pastores y campesinos que laboraban conmigo se vieron obligados a emigrar a la ciudad en busca de una vida mejor. Los que nos quedamos en el pueblo tuvimos que fajarnos a una existencia precaria y perseguir los medios para sobrevivir. Lo cierto es que, de no ser porque estaba enamorado de Demetria, me habría largado felizmente del pueblo sin pensarlo ni un segundo. Pero me quedé en este lugar porque no podía imaginar una vida lejos de ella, a pesar de que apenas teníamos contacto. Una locura, debo reconocerlo. Y cuando dejé de vagar y me establecí en el pueblo, mientras conseguía empleos, ya fuera de jornalero, pastor o caballerango en las rancherías cercanas a la montaña, encontraba a Demetria en las orillas del arroyo cada atardecer. A veces platicábamos unos minutos e intercambiábamos miradas pícaras, hasta que nos despedíamos con la promesa implícita de volvernos a encontrar en el mismo lugar.
Demetria y su padre decidieron quedarse en el pueblo, pues el viejo apenas lograba recordar quién era. De pronto, Lofretán se convirtió en un pueblo fantasma. Decenas de familias abandonaron sus hogares y se enfrentaron a un futuro incierto en la metrópoli. El sonido del viento traía el recuerdo de los días anteriores mientras los halcones sobrevolaban la pradera; la carretera, solitaria y árida, esperaba el regreso de quienes dejaron el pueblo atrás. De esta forma, el lugar quedó a merced de los pocos que nos aferramos a sobrevivir en él, y, más exactamente, de los que ostentaban el poder de la autoridad. Y me refiero al comandante local, a quien llamaban Dingo, quien solía extorsionar a los negocios miserables y las pequeñas granjas que intentaban comerciar con los pueblos vecinos.
Una noche acompañé a Demetria hasta su hogar. Antes de cruzar la puerta, dijo que su padre había salido y me invitó a pasar. Me sirvió una taza de café y, mientras permanecíamos sentados en un roído sofá, me preguntó si yo también planeaba salir del pueblo.
Fue en ese momento cuando le confesé que la amaba y por esa razón había decidido quedarme en Lofretán. Ella permaneció en silencio, hasta que le propuse que nos fugáramos juntos a algún lugar mejor. Me respondió con un beso en la boca y, después de eso, le prometí que, en adelante, le pertenecería eternamente. Hicimos el amor por primera vez y, puedo jurarlo, fue un instante inolvidable y absolutamente único. Entretanto nos encontrábamos recostados en el sofá, acaricié y besé cada parte de su cuerpo mientras dormía. Memoricé cada detalle de su piel y su aroma me embriagó hasta la enajenación.
En aquel momento laboraba como herrador en unas cuadras de caballos que pertenecían a un ranchero del pueblo. Durante las tardes, llegaba al arroyo y acompañaba a Demetria a su hogar; pero, en algunas ocasiones, escapábamos a la pradera y dormíamos abrazados, al calor de una fogata. Fue, en verdad, la etapa más feliz de mi vida. Realmente la amaba con locura; sin embargo, ella se mostraba siempre distraída y ausente. Eso, por lo regular, me angustiaba, pues Demetria no demostraba el mismo entusiasmo que yo por nuestro amor.
Deseaba que ella me amara con la misma intensidad con la que yo lo hacía. Una noche, con la intención de invitar a Demetria a tomar algo en un restaurante ubicado en un escondrijo del pueblo, me pareció que Dingo nos seguía desde una patrulla. Al llegar al lugar y encontrarlo cerrado, la patrulla nos encallejonó y, al bajar la ventanilla, Dingo y uno de sus acompañantes la invitaron a subir al vehículo y afirmaron inescrupulosamente que la llevarían hasta su domicilio. Se dirigieron a ella como si yo no estuviera presente. Se apoderó de mí, repentinamente, un furor infame; cogí a Dingo por la garganta y lo extraje de la patrulla para golpearlo con frenesí en el húmedo pavimento. No me importó de quién se trataba. Los gritos e insultos de su compañero llamaron la atención de los pocos habitantes de la avenida y varias luces se encendieron. Y, a pesar del bullicio y la riña, Demetria mantuvo la calma, sin siquiera decir una palabra.
Dingo, al incorporarse, amenazó con desenfundar la pistola, que colgaba de su malformada cintura. La sangre le escurría de las fosas nasales e intentaba mediocremente retener las lágrimas. Recuerdo que, mientras su mano derecha sostenía la funda, la izquierda me apuntaba con los dedos extendidos. «¡Quédate donde estás! ¡No trates de moverte!». De repente, recordé que en mi cintura cargaba un pequeño machete con el que trabajaba en el rancho; lo desenvainé con rapidez y, sin advertirlo, le separé a Dingo la mano de su muñeca. El comandante cayó desmayado y la voz de Demetria, con categórica tranquilidad, me susurró al oído: «Vete de aquí».
Cuando al amanecer hube recuperado el recuerdo de lo que me llevó a pasar la noche en las faldas de la montaña, experimenté un sentimiento mitad de arrepentimiento y la otra mitad de temor. La policía estatal me buscaba, pues, aunque Dingo no murió, había terminado gravemente herido. Mi rostro se mostraba en los portales de la Internet, los comunicados televisivos, los cartelones y las pantallas electrónicas del centro de cada municipio cercano.
Pero después, con el tiempo de una semana, no pareció que mi captura fuese un objetivo importante para las autoridades. Incluso, los pocos habitantes de Lofretán celebraron que Dingo hubiera terminado manco, lo que me hizo volver por Demetria.
Durante aquellos días que pasé prófugo en los alrededores del pueblo, soñé repetidas veces con ella. En mis sueños, se aparecía desnuda; únicamente la luz de una fogata la presentaba ante mis ojos. Sus pies no tocaban el suelo, como si una fuerza superior la elevara por el aire. Y, en el desenlace del mismo, hacíamos el amor en una atmósfera sin gravedad, y otras veces en el fondo del océano.
Al regresar a su lado, Demetria no demostró sorpresa o felicidad siquiera. Sólo se limitó a abrazarme. Aquella actitud tan fría me angustiaba, pues solía pensar que ella en realidad no me amaba y que estaba conmigo solamente para complementar su aburrimiento. Para probarme a mí mismo que ella en verdad me amaba, empeñé mi casa-remolque y herramientas de trabajo para comprarle un anillo de compromiso en una joyería ubicada en una ciudad cercana.
Días después, cuando regresé a Lofretán con el anillo, encontré al anciano Jonás casi ahogado de ebrio en la entrada de la cantina. De su boca, perlada por las gotas del aguardiente, salieron las palabras: «Se ha ido». El miserable viejo lloraba amargamente la fuga de su única hija. Incluso pensó que yo me la había llevado. Sin esperarlo, también comencé a llorar en su compañía. Y es que, en verdad, Demetria nos hizo dependientes de su presencia.
La pérdida de Demetria fue lo más terrible que he vivido. El anciano Jonás murió a las pocas semanas de la partida de su hija. Nadie supo a dónde ni con quién se fue. Sólo desapareció; eso fue todo. No obstante, durante las noches, ella se me revelaba en sueños para hacer el amor en aquella extraña atmósfera flotante. Al despertar, mi consciencia me obligaba a reconocer que la había perdido y, de manera instantánea, la tristeza se apoderaba de mí y lloraba hasta dormir. Su ausencia me dispuso a convertirme en un alcohólico empedernido. Bebía para olvidarme de ella; pero los sueños me hacían imposible borrar su recuerdo.
Con los años me hice a la idea de que la había perdido y, aunque gradualmente dejé satisfecha mi razón, ya que no por completo mi espíritu, no logré, sin embargo, borrar de mi mente la huella profunda que dejó en mí el rostro de Demetria.
Decidí abandonar el pueblo y mudarme a la ciudad. A lo largo de unos años no logré deshacerme de su fantasma, y durante todo ese tiempo nació en mi alma un sentimiento de rencor por su partida. Sabía que me había dejado a propósito, por una causa desconocida, con una intención cruel. Incluso llegué a lamentar haberla conocido y comencé a buscar en torno mío, en los sórdidos rincones que formaban parte de mi rutina, a otra mujer de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera sustituirle.
Me hallaba distraído una noche, entre fastidiado y agotado, en una cochambrosa estación del subterráneo, cuando atrajo bruscamente mi atención una mujer que cruzó frente a mí en dirección a la salida. Hacía bastantes años que solía sentarme en aquella banca del ferrocarril metropolitano para leer algunas secciones de los periódicos que la gente acostumbraba a arrojar al suelo, y me sorprendió no haber reparado en esta mujer que, al parecer, frecuentaba la estación donde me encontraba. Se trataba de una mujer relativamente joven, de cadera ancha y cuello alargado, muy parecido al de Demetria. La seguí en su camino a una cierta distancia y descubrí que vivía en un departamento cercano a la estación del ferrocarril.
Apenas la comencé a cortejar, ella me correspondió. Frecuentamos las cafeterías después de que ambos salíamos de nuestros empleos. Para ese entonces, yo tenía ya treinta años y Naya veintisiete. Me sedujeron su paciencia, su ternura y su buena voluntad; era, en apariencia, la mujer que yo buscaba. Los meses transcurrieron entre salidas al cine, paseos por los jardines y meriendas en nuestros domicilios. El trato que me dispensaba era entre maternal e infantil. Me apresuré a pedirle matrimonio y nos casamos en una infame capilla que se encontraba en el corazón de la ciudad.
Mi alcoholismo disminuyó a medida que Naya sustituyó gradualmente el recuerdo de Demetria; asimismo, mi melancolía fue suplantada por la tensión y el hartazgo de vivir en una sucia y perversa metrópoli. En verdad añoraba mi vieja vida en el pueblo. Nunca sentí aquella sensación de pertenencia a la ciudad y, con el tiempo, descubrí que tampoco abrigaba ese sentido de pertenencia con Naya. Sin embargo, traté de simular una vida feliz a su lado con el objetivo de no lastimarla ni hacerla sentir defraudada. Pero, en el fondo, supe, desde el inicio, que el haberme casado con ella había sido uno de mis más grandes errores.
Nada de lo que me rodeaba me producía placer o, al menos, tranquilidad. Laboraba en una diminuta oficina como administrador público y me odiaba a mí mismo por no tener el valor de renunciar, divorciarme de Naya y regresar a Lofretán para vivir una existencia despreocupada en las montañas.
Naya me dio dos hijos. El primero fue un varón al que nombramos Arminio, y el segundo fue una preciosa niña a la que yo mismo bauticé Demetria; nombre cuyo motivo nunca revelé a su madre para evitar reproches y excitar sus celos.
Durante los años de nuestro matrimonio, no tardó en formarse en mí una antipatía hacia mi esposa. Ella era, en resumidas cuentas, lo contrario de lo que había esperado encontrar en una mujer. Era introvertida, pero a la vez tierna y amorosa. Ciertamente no tengo una explicación lógica para justificar por qué sus caricias y besos me fatigaban. Lentamente, estas emociones de disgusto y empalago se acrecentaron hasta convertirse en odio. Comencé a poner cualquier excusa para evitar su presencia, mirarla a los ojos o hablarle. Durante años me abstuve de discutir con ella, a pesar de que me recriminaba mi falta de interés en nuestro matrimonio. Ella se esforzaba cada día en amarme y consentirme; sin embargo, llegué a sentir por ella un asco insoportable y, por este motivo, por años eludí su aborrecible cercanía.
Reapareció Demetria en mis sueños, como si se hubiera escabullido con sigilo dentro de ellos, sin darme cuenta y sin esperarlo. De nuevo hacíamos el amor en aquella atmósfera líquida y flotante que sólo desaparecía al momento en que abría los ojos.
Me sentía como un niño en el cuerpo de un adulto de cuarenta años. Creí estar preparado para tener hijos, pero lo cierto es que los descuidé toda su vida, a pesar de amarlos y obligarme a estar con su madre para no hacerlos pasar por el trauma del divorcio. La mayoría de mis días se transcurrían entre compromisos y responsabilidades, y tenía muy poco tiempo para tomarme un respiro. Solía estar agotado todo el tiempo y el dinero desaparecía de mis manos en cuanto cobraba mis quincenas. Y, aunque vivía con Naya y mis dos hijos en el pequeño departamento que compramos en la ciudad, me sentía completamente solo. En ese momento de mi vida, el mundo para mí era sucio, opaco y terroríficamente frío. Sin embargo, el cariño que mis hijos y mi esposa me demostraban parecía crecer en razón directa de mi desprecio hacia ellos. Naya me recibía con la comida lista una vez que yo llegaba a casa después del trabajo; mis hijos, por su parte, se colgaban de mí y festejaban mi regreso.
No resistí más tiempo esta situación y abandoné todo. Una noche salí de nuestro departamento, tomé un autobús y regresé a Lofretán. En un inicio creí que había vuelto a mi pueblo en busca de paz y felicidad; pero descubrí que estaba equivocado. En realidad, había regresado inconscientemente en busca del fantasma de Demetria.
Hallé el mismo lugar de siempre: la zona boscosa, las montañas nevadas, las carreteras solitarias y las grandes extensiones de la pradera donde pastaba el ganado. El pueblo resultaba una roca rodeada de matorrales. Pronto me hospedé en una ranchería y conseguí trabajo de caballerango. Habité una pequeña cabaña construida con madera costera, ubicada en la orilla del río, y recuperé aquella tranquilidad que había extraviado en la metrópoli. De nuevo fui poseído por la nostalgia al informarme de los fallecimientos de varios conocidos y muchos antiguos amigos.
Una vez instalado en Lofretán, recorrí los viejos rincones que solía frecuentar en mi juventud. Mientras los días transcurrían, una tarde decidí caminar por las orillas del arroyo, en un intento desesperado por revivir aquellos años de ímpetu emocional, y se agolparon en mis ojos muchos recuerdos de alegría y tristeza. Entre esa maraña de recuerdos, surgió el nombre de Demetria. Un hechizo infernal, formado en los corredores más oscuros de lo inefable, me presentó ante ella en cuerpo y alma, precisamente en la orilla del arroyo donde nos conocimos años atrás. La vi emerger de las aguas heladas y caminar al margen del río. Cuando me dispuse a seguirla, desapareció.
Pero, antes de que pasase mucho tiempo, la busqué por el lugar. Con los días, un par de individuos me facilitaron información. Al dar con ella, descubrí que trabajaba en un local como vendedora. Lo sorprendente es que ella ignoraba quién era yo y, sin embargo, me sonrió como aquella primera vez que nos conocimos. «Demetria». Su nombre fue lo primero que salió de mis labios al estar frente a ella. Lucía exactamente igual a como la recordaba la última vez que la vi. No había envejecido. Su rostro y cuerpo eran los de una mujer de veinte años; ni siquiera su voz o sus gestos variaron. Cuando me presenté ante ella como aquel que abandonó veinte años atrás, dijo, con total tranquilidad –rasgo que la caracterizaba– no haberme visto antes. Y fue precisamente por esa tranquilidad en su voz, que juzgué auténtica su declaración. Ella no sabía quién era yo porque, sencillamente, no me había visto nunca.
A pesar de llevar como nombre Demetria y ser exactamente igual a la que yo conocí en mi juventud, no era la misma. Como una réplica perfecta de la primera, esta segunda Demetria me cautivó por completo. Me fue imposible separarme de ella una vez que la hube encontrado, por lo que me apresuré a invitarla a salir. Y ella aceptó.
Comenzamos por recorrer las calles más céntricas y, con el tiempo, la invité a pasar a mi cabaña, donde, frente a las llamas de la chimenea y sentados en un viejo sofá, ella me contaba quién era. Dijo ser hija de una mujer cuyo nombre compartía y quien, apenas dos años atrás, había muerto a causa del cáncer. Ella advirtió que la noticia de la muerte de su madre me perturbó y, como acto reflejo, me preguntó si yo había llegado a conocerla, lo cual negué inmediatamente. No quería que supiera algo respecto al amorío que mantuve en mi juventud y, por ese motivo, se alejará de mí.
Los días transcurrieron y, mientras Demetria se hallaba una tarde recostada en mi regazo, me preguntó quién era yo, por qué le resultaba tan familiar, de dónde venía y cómo logré saber su nombre incluso antes de preguntárselo. Al responderle con mentiras en cada una de sus preguntas, hizo una declaración que me inquietó, pues dijo haber tenido sueños conmigo en una atmósfera oscura y líquida. No describió los sueños, sólo el contexto de la situación; sin embargo, adiviné a qué se refería. Al sentir su cercanía y estimulado por su confesión, hicimos el amor en el sofá aquella tarde.
Demetria durmió en mi cabaña a partir de esa noche en adelante. Los días fueron felices a su lado, justo la vida que siempre añoré. El amor que sentí por ella nunca desapareció de mi interior, y me refiero a ella como un ser único e irrepetible, pues, a pesar de que no era la misma mujer que conocí veinte años atrás, para mí resultaba la misma y así quería creerlo. La amé de la misma manera y con la misma intensidad. Ella se comportaba exactamente como lo recordaba.
Durante las mañanas, iba a trabajar al rancho y en las tardes regresaba a nuestro hogar. Pasábamos los atardeceres acostados en el lecho y escuchábamos por horas los cantos de las aves nocturnas. Su piel nívea y sobria, aquella epidermis que memoricé en mi juventud, presentaba los mismos detalles sin ninguna variación en absoluto. Sin embargo, un pensamiento acometió mi mente y no dejó de atormentarme; y es que, en verdad, ella nunca mencionó a su padre. Demetria, quizá sin el propósito de resultar simple, refirió su pasado en relación directa con su madre. Asimismo, ella contaba con una edad concreta en relación con los años que la primera Demetria me abandonó. Pero, aun cuando este pensamiento me hacía sentir culpable, la felicidad, el placer y la tranquilidad que me generaba estar al lado de ella lo compensaban. Por lo tanto, procuré no mencionar los hechos del pasado y también programé mi mente para olvidar mis recuerdos. La vida, para mí, había comenzado desde este punto. Ella ignoraba quién era yo y de dónde venía; también ignoraba la relación que mantuve con su madre y, por una razón obvia, desconocía todo lo relacionado con nosotros. Y así procuré mantenerlo.
Al comenzar el segundo mes de nuestro encuentro, tal vez a la medianoche, recibí una llamada de mi esposa. Me informaba que nuestro hijo había sufrido un accidente durante un trayecto nocturno y se encontraba hospitalizado. No supe qué hacer ni qué pensar. Por mi mente cruzaron diferentes hipótesis, entre las cuales pensé que se trataba de una artimaña para obligarme a regresar a la ciudad, hablar con ella y limar asperezas.
Demetria no ignoraba que tenía esposa y dos hijos; a pesar de ello, nunca se mostró celosa ni mucho menos exigente. Cuando le comenté lo que había dicho Naya por teléfono, me recomendó abandonar la cabaña, ir a la ciudad y estar al lado de mi hijo. Le prometí que me divorciaría de Naya y, en poco menos de un mes, la llevaría al altar. Demetria pareció emocionarse con mi propuesta y me despidió con un beso en los labios. Entonces, esa misma noche abandoné el pueblo y tomé un autobús en dirección a la metrópoli.
Arminio, mi hijo, había sido víctima de un accidente automovilístico. Mientras regresaba a casa la noche anterior, una camioneta lo atropelló. Sus brazos y piernas estaban rotos y se encontraba en la sala de urgencias. Al momento en que los médicos se esforzaban en salvarle la vida, vislumbré la figura llorosa y quebradiza de mi esposa.
Naya me confrontó con violencia por haber abandonado la ciudad sin siquiera darle aviso. Por mi parte, la reprendí por haber descuidado a nuestro pequeño. Inmediatamente, ella me acusó de siempre haber sido un padre ausente, y cuando no obtuvo respuesta de mi parte, sospechó que estaba con otra mujer en el pueblo. Al sentirme descubierto –sólo de un flanco–, me arrojé al vacío y le confesé la verdad. Le dije que había regresado con la mujer que siempre amé. Naya perdió el control y trató de sacarme los ojos, pero la sujeté de los antebrazos y la arrojé al suelo. Y, al momento en que gimoteaba, le manifesté aquellas verdades que mantuve ocultas en mi pecho durante tantos años. Declaré que odiaba mi vida a su lado en una ciudad inmunda, que nunca la había amado, que sólo me casé con ella porque guardaba cierta semejanza con la mujer que de verdad amé y, finalmente, que nuestra hija lleva su nombre. Ella enmudeció y, después de asumir que había liberado mi consciencia, me retiré del lugar sin darle tiempo a que me contestara.
La recuperación de mi hijo tomó un mes. Exactamente, en los días en los que Arminio se mantuvo hospitalizado, le pedí el divorcio a mi esposa. Creí que el asunto sería complicado, largo y escabroso; sin embargo, al parecer Naya reconoció que nuestro matrimonio no tenía sentido y accedió a firmar los documentos sin poner dificultad alguna. Una vez que dieron de alta a Arminio, yo estaba divorciado y listo para regresar al lado de Demetria.
Al llegar al pueblo, luego de un mes de permanecer lejos, fui recibido por una abominable sensación de malestar. Una fuerza desconocida me susurró desde un oscuro corredor de mi alma que algo muy malo había ocurrido en mi ausencia.
Cuando abrí la puerta de la cabaña, un espantoso hedor fue expulsado del interior. Nubes de moscas revoloteaban por el lugar y, al aproximarme a la sala, descubrí una figura demoniaca completamente deformada, purulenta y cubierta de larvas. Cerca de esta efigie tiesa y putrefacta, había una nota. Demetria descubrió la verdad, luego de que un desconocido en el pueblo le dijera que yo había sido la pareja de su madre. En la nota, me explicaba que en la vida de su madre jamás hubo ningún otro hombre más que yo.
La revelación póstuma de esta verdad me avergonzó y destruyó por completo. Demetria se había colgado de una viga para vengarse de mí; su cuerpo permaneció suspendido de la soga durante un mes y, debido a la gravedad, su cuello –aquel elegante cuello alabastrino que tanto me sedujo– se estiró de una manera diabólica, hasta que sus restos tocaron el suelo y formaron una espiral que, hasta el momento en que la encontré, aún transpiraba oscuros líquidos pestilentes.
Lo había perdido todo: mi familia, mi paz terrenal y mi salvación espiritual. Del mismo modo, Naya se había encargado de que mis hijos no tuvieran contacto conmigo. Quise interponer una demanda por la custodia de ellos, pero las autoridades descubrieron que no tenía los medios económicos ni la estabilidad emocional necesaria para hacerme cargo de dos infantes. Así que permanecí en el pueblo como caballerango. Con el pasar de los años envejecí y surgieron, como una maldición, unos terribles dolores que no me permitían mover. Cuando fui hospitalizado, los médicos me dijeron que había enfermado de cáncer de estómago. Estuve internado en el hospital en contra de mi voluntad y solicité me dieran de alta para regresar a morir a mi pueblo. Para ese entonces, Demetria, la hija que tuvimos Naya y yo, había cumplido dieciocho años. Cuando se enteró de que mi vida miserable y lastimosa estaba por extinguirse, juró hacerse cargo de mis cuidados.
Entonces, mi hija y yo llegamos al pueblo. Vivimos en la misma cabaña que, después de un tiempo, compré al antiguo propietario. Nadie conocía mi secreto, esa sucia verdad que me atormentaba cada vez que veía a mi hija a los ojos. Sólo se decía, entre las bocas de los individuos, que una de mis jóvenes amantes había cometido suicidio en la cabaña por una razón desconocida. El miedo recorría mis venas al imaginar que alguna vez esta inmunda verdad fuese revelada a mi hija. Y es que, ciertamente, mi amor por la primera Demetria me había incitado a cometer un imperdonable y asqueroso incesto con la segunda.
Al pasar el tiempo, mi hija adquirió la costumbre de bañarse en el arroyo. Le prohibí en muchas ocasiones que lo hiciera, con la excusa de que iba a pescar un resfriado. Lo cierto es que nunca fui demasiado rígido con ella; todo lo contrario. En verdad fui un padre amoroso y comprensivo. Pero esa costumbre que tenía ella, de pasar tiempo en ese lugar, me produjo regresiones hacia un pasado que, durante años, intenté matar y enterrar en lo más profundo de mi mente. Y, cuando descubrí a mi hija nadando en las aguas heladas del arroyo, el fantasma de Demetria regresó. Comenzó a acosarme en mis sueños con aquella repugnante forma alargada y goteante en que la encontré.
Sin embargo, lo más horroroso y, a la vez extraordinario, que ocurrió al final, fue que, con el pasar de los años, mi hija comenzó a adquirir los mismos rasgos faciales y corporales de Demetria. Su cuello empezó a alargarse y a obtener una forma aristocrática. Sus ojos se prolongaron y consiguieron un color cada vez más claro. Incluso, su andar y gestos se tornaron exactamente iguales a los de mi difunta amante. Esto representó para mí una maldición enviada por Dios como muestra de los tormentos que me tiene destinados después de la muerte. Y, desde entonces, evité llamarla por su nombre, puesto que, al emitirlo, en mi alma se formaban coágulos que gritaban mi culpabilidad; por lo que procuré llamarla con calificativos amorosos y, de la misma manera, le pedí no pronunciar su nombre en mi presencia. Me maldije a diario por haber bautizado a mi propia hija con aquel diabólico nombre.
Intenté pasar por alto estos cambios físicos en ella, pero el horror se hizo cada día más evidente. Sus rasgos y movimientos se transformaron en los de Demetria. Incluso llegó el día en que no logré distinguir entre mi hija y la mujer cuyo fantasma me perseguía. No obstante, me vi forzado a actuar cuando ella, una noche, mientras escuchábamos el sonido de las aves nocturnas, me susurró al oído las palabras: «He tenido sueños extraños contigo, padre». ¡Era la misma voz! ¡La misma voz pausada y austera de Demetria! No fue necesario decir algo más y la invité a dar un paseo por la pradera. Caminamos en dirección al arroyo y, cuando llegamos a la orilla más honda, le pedí que tomáramos un baño en las aguas heladas. Nos desnudamos y, una vez dentro, tomé el cuello de lo que alguna vez había sido mi hija y sumergí su cabeza en el agua. Pataleó y luchó con todas sus fuerzas para escapar. Y mientras su cuerpo se retorcía, el sentimiento paternal que adquirí desde su nacimiento intentó persuadirme de soltarla y permitirle vivir; sin embargo, la razón me dictó apresurar su muerte, pues esa mujer ya no era mi hija. Ella era Demetria.
SANTIAGO SAID
Estudió la Licenciatura en Letras Latinoamericanas por la UAEMex, la Especialización en Literatura Mexicana del Siglo XX y la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea por la UAM. Es autor de Catábasis. Narraciones de horror y abyección y Relatos de amor miasmático, ambas obras editadas por PAR TRES Editores.
Un texto maravilloso con una narrativa fluida que va adentrando al lector a una historia que lo hace ser participe de las emociones que acompañan al personaje principal. Una historia completa y fascinante de principio a final. ¡Hermoso!
Interesante final.
Fue una lectura muy agradable 🙌🏻
Fue una lectura muy agradable, espero seguir leyendo más de ti 😉