Eva Sofía Sánchez Exeni I CUENTO I BOLIVIA
La historia de dos hermanos, distintos uno del a otro, nos llevan al interior de los secretos de una familia que sufre transformaciones, que se deforma, al igual que el cuerpo. La autora boliviana nos ofrece un inquietante relato que explora las relaciones familiares del protagonista.
Descubrir el talento, fomentar las aptitudes, incentivar los intereses, estimular la creatividad… Tal vez, si yo hubiese tenido hijos, habría hecho con ellos lo mismo que nuestros padres hicieron con nosotros: Tae-Kwon-Do tres veces por semana, tenis por las mañanas, fútbol cada sábado, natación los domingos a las seis de la madrugada, dibujo y pintura los miércoles, guitarra los lunes y jueves, piano los días restantes, ajedrez a las seis de la tarde, una hora diaria de lectura e interpretación literaria y más, más, más, mucho más. Dije: “Lo mismo que nuestros padres hicieron con nosotros”, porque tuve un hermano y, además, éramos gemelos. Estuvimos juntos durante doce años, hasta que las deformaciones llegaron y se lo llevaron. ¿Cuánto puede alterarse un cuerpo? ¿Cuán irreconocible puede volverse un ser? Las posibilidades son infinitas e indescriptibles. Terroríficas, incluso. Yo lo sé, yo lo vi en mi hermano. Fui testigo de lo que sucedió con él; y de lo que esa transgresión corporal provocó en nosotros. Fue el inicio de algo más perverso. Basta un mínimo error en la construcción; retirar o siquiera tocar el bloque incorrecto, para que la torre se desplome y se haga polvo.
Durante los años posteriores a la deformación y muerte de mi hermano, durante décadas, intenté encontrar una explicación lógica, algo a lo cual aferrarme. ¿Por qué a él sí, y a mí no? ¿Por qué no a los dos? ¿Acaso no éramos idénticos? ¿Acaso no habíamos llegado a este mundo para mantenernos siempre unidos, siempre juntos? ¿Qué me salvó? ¿Una diferencia genética, molecular, celular?
¿O tal vez fui yo el condenado?
Para encontrar respuestas recurrí a todas las cosas que me interesaban: la escritura, el dibujo, las artes figurativas y abstractas. Año tras año trabajé, indagué y experimenté. Con desesperación y sin descanso. Ese proceso, esa búsqueda, no resolvió mis dudas; pero fue el motor que me impulsó y me llevó a crear Los Autorretratos. Nos dibujé a mi hermano y a mí, con doce años, detenidos en el tiempo. Dos niños rubios y perfectos. Marito y yo, nuestros rostros sobre papeles blancos. Idénticos primero y luego, no tanto. Uno normal y luego, el otro, no tanto. Uno ordinario y luego, el otro, poco a poco, cuadro tras cuadro, cada vez más alterado, más deformado, más desfigurado.
La exposición catapultó mi carrera artística. Hasta entonces mis logros se reducían a unas cuantas participaciones en muestras colectivas y un par de menciones en premios municipales. Arte mediocre, pobreza y olvido; ese parecía ser mi destino. Pero Los Autorretratos lo cambió todo, fue mi momento bisagra. ¡Una obra maestra!, según Rainieri, mi galerista y curador. En el brochure que entregamos la noche de la inauguración, él escribió: ¿Qué esconden estos niños? ¿Por qué nos interpelan? Frente a ellos, nos vemos obligados a reflexionar acerca de las identidades gemelas, acerca de sus límites e intersecciones; el dolor compartido y el interminable proceso del duelo; la profundidad de las heridas; los traumas generados por la familia.
Los Autorretratos: doce cuadros hiperrealistas. Titulados #1, #4, #7, #10, #11, #13, #14, #15, #16, #19, #21 y #22. Uno por cada año de vida junto a mi hermano. De 55 x 66 cm de tamaño. Hechos a lápiz sobre papel blanco canson de 300 gramos. Exhibidos dentro de una diminuta e importante galería de arte contemporáneo. Un espacio con muros blancos, pulcros y muy bien iluminados; y con un exuberante patio interno repleto de árboles y extrañas plantas. Ese patio que durante años Rainieri y yo observamos y admiramos casi en completo silencio; por las mañanas, tardes o noches; mientras bebíamos lo que sea que hubiésemos tenido a mano en esos momentos.
Los Autorretratos confirmó lo que algunos —muy pocos en verdad— sospechaban desde tiempo atrás: que yo era más que un remedo de artista; más que un tipo tímido y poco propenso al habla; un individuo en apariencia atormentado y en extremo delgado; hambriento y desesperanzado. Ésa fue la exposición que me proyectó, que me agigantó. La exposición en la que exhibí de forma pública y flagrante la deformación de mi hermano. La exposición que aceleró lo que desde hacía años parecía inevitable: nuestra desintegración. Así es el arte, una cruel herida.
¿Qué sería de él hoy, de Marito, si no se nos hubiese deformado? ¿Una estrella? ¿Un crack? ¿Un hombre sobresaliente? ¿De esos que entrevistan en los diarios y salen en la tele? Un emprendedor, un visionario, el ilustre líder de una corporación… Mi hermano disfrutaba de todas las actividades extracurriculares a las que nos inscribían nuestros padres. Amaba la competencia y la dedicación. Las agendas y los horarios. Yo aborrecía esas responsabilidades. Las detestaba con toda mi alma, el fervor de mi hermano no me contagiaba. En las prácticas de fútbol, él era el mejor. Dirigía el balón como si lo hubiese tenido pegado a sus botines. Lanzaba pases, triangulaba, creaba jugadas. Definía con sangre fría y precisión. Si de música se trataba, dominaba las técnicas más complejas de los instrumentos. La guitarra, el violín, el piano, el bandoneón… Marito maravillaba al curso y a los profesores con sus interpretaciones sentidas, con su habilidad y emotividad. Mozart, Chopin, Satie… El embrujo musical de mi hermano no tenía comparación. Solía enfrascarse en batallas épicas contra el instructor de ajedrez. Enfrentamientos que duraban horas y horas, provocando las más absurdas apuestas entre los que asistían a esas partidas memorables. Vencía a oponentes de mayor edad en las artes marciales. Sus movimientos en esas disciplinas eran veloces, portentosos y ágiles. Ejecutaba con excelencia el estilo mariposa dentro de la piscina. Su saque de tenis no solo era potente y perfecto, había elegancia en él. Todo en mi hermano parecía natural, innato. Yo ni siquiera hacía el intento. La ley del menor esfuerzo, eso era lo mío. Mis padres estaban preocupados, se les notaba en sus rostros y en la manera en que me hablaban. Te falta orden, hijo. Si tan solo te aplicaras, hijo. Debes prestar más atención, hijo. Yo escuchaba y callaba. Sus comentarios no me preocupaban. Ya en ese entonces comprendía el valor y la importancia del silencio. Yo sabía muy bien cuál era mi talento, lo había descubierto desde muy pequeño. Mis padres no sospechaban nada al respecto. Ni siquiera Marito estaba al tanto de ello. De todas las asignaturas, la única que me atraía e intrigaba era Arte, pero no por los motivos predecibles. No me interesaban el uso correcto del lápiz, las proporciones del cuerpo humano, los secretos de la Gioconda, los experimentos de Van Gogh. Esas inquietudes las tendría años más tarde, al ingresar a la Akademie. Durante mi niñez, la búsqueda fue otra. Una búsqueda interna y discreta.
Un secreto…
Imaginar posibilidades, ésa era mi mayor habilidad. Aun lo es. De hecho, me dedico a eso. Cuando éramos chicos y las cosas en mi familia se mantenían dentro de los parámetros normales; antes de las deformaciones y las desintegraciones, yo disfrutaba de subir al techo de la casa, tirarme de espaldas sobre las tejas naranjas, reposar la cabeza encima de mis brazos, clavar la mirada en el cielo y, en silencio, mirar y observar. Durante horas, solo imaginar.
Nada en el mundo se mueve si yo no lo veo. Los colores no son los mismos dentro de todos los ojos. Las formas podrían ser meras ilusiones. ¿Es mi cuerpo una ilusión? ¿Soy el protagonista de mi película? ¿O soy un actor de reparto? Si pudiese elegir, ¿optaría por la tragedia o por la comedia? Algo que sobrevuela por lo alto y no logro identificar, ¿es un Objeto Volador No Identificado? ¿Habrá existido alguna vez un gato con dos cabezas? ¿Quiénes son las personas que hablan al final de I Am The Walrus? ¿De quiénes son todas esas voces? ¿Estarán todos ellos muertos? ¿Dónde enterraron a Paul? Los mundos paralelos están más cerca de lo que creemos, al alcance de la mano, pero es imposible ingresar en ellos. En este planeta —en algún lugar muy lejano— existe, vive y respira alguien idéntico a mí. No es mi hermano. Podría ser un ladrón de poca monta o un monaguillo. Si, por algún motivo fortuito, ese desconocido y yo nos encontramos, ¿desapareceremos o lucharemos hasta la muerte? Quien sobreviva al enfrentamiento y salga victorioso, ¿recordará su pasado o heredará los recuerdos del vencido? ¿Qué pasaría con Marito, dado el caso? Creo no ser quien pienso que soy. Creo que no soy quien dicen que soy. El loco es inconsciente de su condición. Sé que no estoy loco, pero ¿qué sucederá conmigo en el futuro? ¿Me convertiré en un demente o seré el único cuerdo en este lugar insano?
¿Me deformaré?
Hipótesis como esas deambulaban dentro de mi cabeza día y noche, hora tras hora. Mientras tanto, los profesores luchaban por hacerme entender esas materias que no me interesaban en realidad: las matemáticas, las gramáticas, los razonamientos lógicos, las reacciones químicas, las teorías biológicas, la historia. Asignaturas que no tenían sentido para mí. Conocimientos reales y —por lo tanto— banales. Marito, en cambio, la rompía. ¡Cuánto le amaban! A mí me recomendaban concentración y disciplina. ¡Enfoca tus esfuerzos! ¡Ajusta tus intereses! ¡Madura, Pedrito, madura! Tantas veces escuché esos consejos. ¡Durante toda mi vida! Incluso ahora los escucho, cada vez que los repito en mis pensamientos: Sí, Pedro, ya es hora, de una vez por todas: ¡Madura! Los adultos me reprendían, yo no respondía. No discutía con tutores ni maestros. ¿Para qué malgastar las energías? ¿Para qué dar explicaciones a quienes no deseaban entender? Lo importante para mí no eran (ni lo serían luego) las certezas y las respuestas. No. Lo importante para mí era (y todavía lo es) tener la capacidad de plantear la pregunta más inverosímil; abrir espacio a las posibilidades infinitas de la imaginación.
He aquí un recuerdo: mis padres, Marito y yo. Estamos en el campo, bajo una noche inmensa y estrellada. Una fogata arde detrás de nosotros, apenas nos ilumina. Hay otras personas, un tanto alejadas. Todas de pie y alrededor del mismo fuego. Copas de vino en las manos de mamá y papá. Aun son jóvenes, sonríen. Mi padre me mira, habla: dale Pedrito, acércate y mira. Obedezco. Camino, me aproximo. Arrimo el ojo izquierdo al ocular del telescopio. Enfoco y observo. Lo veo. Es Halley. Una bolita de luz allá lejos, a millones de kilómetros de distancia; y también aquí cerquita, aquí nomás, a pocos centímetros de mí. Halley flota. Insignificante. Diminuto. Delicado, lejano. Halley del tamaño de una canica. Lo podría agarrar con la mano. Aparto la vista y retrocedo. Vuelvo el rostro y te miro. Abro la boca y te hablo. Pregunto: ¿Eso es todo, Marito? No respondes, silencio.
Habíamos salido de casa horas antes, cuando era de día. Nos subimos a la camioneta blanca y emprendimos el viaje, la aventura. Todos juntos, la familia unida. Papá condujo y mamá nos entretuvo con los cantos y juegos: Veo, veo. ¿Qué ves? Una peta roja, un avión, un hombre con sombrero, una vaca negra, una casa sin techo, una vendedora de frutas, un camión repleto de cerdos… Nos alejamos de la ciudad. De sus luces intermitentes, su tráfico gris, su brisa de febrero. Arribamos a la aridez del monte, al camino de tierra. Al reino de las plantas, los bichos. La naturaleza. Nosotros y también las otras personas, las otras familias. Los otros padres, madres y hermanos. Marito y yo, los únicos gemelos. Armamos campamento, encendimos las fogatas, cocinamos marsh mellows. La noche llegó. Mi padre armó el telescopio, hizo los cálculos y apuntó. Dale Pedrito, échale una ojeada, me dijo. Obedecí. Caminé, me aproximé. Acerqué el ojo al ocular del telescopio. Lo vi: Halley, tan cerca y, a la vez, tan lejos. Su estela de luz, su velocidad, su fuego. Una piedra incandescente y extraviada. Una piedra que podría agarrar con la mano, pensé. Aparté la vista y retrocedí. Volví el rostro y te miré. Abrí la boca y te hablé. ¿Qué pregunté?
Imagina una sombra idéntica a la tuya. Un duplicado de tus temores y secretos. Una evidencia de la relatividad de tu existencia. Imagina algo que te recuerde, segundo a segundo, que no eres único en este mundo. Eso es un gemelo. Marito: guardo tu rostro de aquella noche de 1986 muy dentro de mi memoria. Tus contornos apenas iluminados, tu par de ojos ahuecados y negros. Nuestros perfiles idénticos; uno frente al otro, bajo la manta del universo, bajo el rastro de Halley. Tal vez, hermano mío, el propósito de tu fugaz paso por la vida haya sido dejarme esa imagen. Dejarme tu mirada de aquella noche como última certeza de que alguna vez fuimos una familia, de que existió un pasado antes de tu deformación. ¿Qué se hace cuando la vida se rompe? ¿Qué se hace cuando el cuerpo se altera? ¿Qué se hace luego de la tragedia? He cargado con tu desgracia durante todos estos años. He callado y he concedido para sentirme víctima. He negado tu nombre y he utilizado tu muerte en mi beneficio. He sido humano y desgraciado y te he extrañado. ¡Mierda que te he extrañado! Todos estos años, te he extrañado. Hasta el punto en que mi piel se eriza y la vergüenza se manifiesta en mi rostro. Hasta el punto en el que deseo rasgarme la piel y escapar de este cuerpo. Alzar vuelo en órbita elíptica. Rebasar el sol, viajar en sentido contrario a los planetas. Ser retrógrado, una diminuta estela en el universo. Una piedra incandescente y extraviada; incompleta y en búsqueda eterna; condenada a viajar a sesenta kilómetros por segundo. Ser el cometa sobre nosotros, aquella noche estrellada, con los telescopios a los costados, nuestros ojos en las miras, los ladridos lejanos, el fuego a nuestras espaldas, papá y mamá abrazados, unidos y felices, copas de vino en sus manos; las deformaciones aun impensables, la vida todavía intacta.
Ahora, a mis cuarenta y un años, entiendo las razones por las que papá y mamá nos sometieron a semejante agenda de actividades extracurriculares. No hay motivos para culparlos. Ellos cumplieron con el estereotipo de la época, quisieron ser la postal de la familia ideal. La verdad es que se casaron demasiado jóvenes y no supieron qué hacer con nosotros. La verdad es —también— que esperaban a uno y les llegamos dos. Punto. Nada que discutir, sin objeción. Ella diecisiete y él veintidos. Unos changos, unos novatos. Ella, con su apellido como bien de mayor valor; y él, con todos esos extraños viajes, socios y negocios.
Mi madre pertenecía a la segunda generación; es decir, era hija de judíos que habían llegado a Bolivia tras el éxodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Mi padre… pues él también era judío…, o al menos eso fue lo que nos hizo creer toda la vida, hasta el día de su desaparición.
Hay algo peculiar en el caso de mis padres. Algo que escapa de mi comprensión y que solo podría definir como un tropiezo, una distorsión. El cuestionamiento central es el siguiente: ¿cómo fue que mi padre —un muchacho casi analfabeto que traficaba lo que sea que le pongan en frente— logró casarse con mi madre, la hija de Dieter Grund, de ‘Don Dieter Grund’, de ‘El Gran Señor Dieter Grund’, de ‘La leyenda Dieter Grund’? Ése es el gran misterio.
Permítanme explicar: mi abuelo, Dieter Grund, fue un hombre colosal. Deslumbrante e ineludible, tanto en los negocios como en aspecto corporal. Parecía un balón al que alguien hubiese vestido con pantalones anchos, camisa de mangas cortas y suspensores de diversos colores. Tenía la voz tosca, una risa grandilocuente y un par de manos recias y obesas; cubiertas de callos y vellos; sudorosas y ásperas; dedos largos, palmas grasientas, uñas resecas… Las enormes manos de mi abuelo.
Dieter Grund fue un exitoso comerciante de la Sagárnaga y también miembro fundador del club de La Comunidad. Un pilar y ejemplo, un hombre para recordar. Llegó a Bolivia en 1946, tras deambular durante meses por Europa y caminar desde Polonia hasta la Alemania ocupada. De allí partió hacia España y luego a Brasil y finalmente arribó a La Paz, donde se armó de valor y contactos. Pocos años después era ya el flamante propietario de una tienda en la que vendía alfombras y luego joyas y luego también telas y luego muchas cosas más… Pero Dieter Grund, mi abuelo, fue también una alegoría, una invención, una bandera de reivindicación. Una figura heroica que nació mucho antes de su arribo al país y que viajó con él desde el lejano continente. Un mito que atravesó valles y montañas cubiertas de nieve, ciudades bombardeadas y mares bravos. Toda gran ficción es así: viento libre e indomable, caballo potro, felino crispado. Según la leyenda, transmitida de forma oral y nada creíble, el ‘Gran Dieter Grund’ había dado muerte a tres soldados alemanes. Así es, mi abuelo fue un asesino de nazis. Un héroe, un justiciero de la comunidad. Jamás le escuché decir palabra alguna al respecto. Jamás se jactó. Nadie en la familia mencionaba el tema frente a él. Ni siquiera lo discutíamos entre nosotros. Esa historia no nos pertenecía, era una anécdota de la colectividad. Folclore contemporáneo, podríamos denominarlo. En una sola ocasión me atreví a preguntarle sobre ello y su respuesta fue tan escueta como su razonamiento: el pasado es algo que se olvida, me dijo con su vozarrón de hombre-planeta. No insistí, por supuesto, pero las historias estaban ahí, alrededor nuestro y en constante propagación. Ninguna igual a otra. Todas ellas versiones y adaptaciones sujetas a las capacidades imaginativas de los distintos narradores. Las relataban los chicos en la escuela, los scouts en las noches de camping, los clientes que pasaban por su tienda, los muchachos que buscaban impresionar a las señoritas para robarles besos y meterles la mano. Mi abuelo Dieter. ‘El Gran Dieter’. ‘El Enorme Dieter’. Muchos le deben demasiado al mito de Dieter Grund. Marito y yo, no. Jamás confirmamos ni negamos el hecho. Si alguien nos preguntaba al respecto, respondíamos con un movimiento de hombros y silencio. No fuimos cómplices, no nos plegamos a la masa. Nos mantuvimos inamovibles y en la tangente, sin tomar provecho. Hubo —y esto sí que debo admitirlo— una singularidad. Una coincidencia insólita, una extrañeza. Me refiero al final de las historias. Las alternativas narrativas, como ya dije, eran incontrolables e infinitas. Cada quien tenía su propia versión. Algunas contenían degollaciones; otras hacían referencia a disparos de metralleta; a persecuciones, torturas, amputaciones, felaciones y un sinfín de etcéteras. Pero el desenlace era siempre el mismo. En todas las versiones de la historia, el final era siempre igual: tras dar muerte a los soldados, tras el triple asesinato, mi abuelo Dieter Grund, el ‘Enorme Dieter Grund’, observaba los cuerpos sin vida de sus enemigos. En silencio y con respeto, contemplaba su obra. Luego tomaba sus mochilas —las de los muertos, los germanos— e inspeccionaba lo que había dentro de ellas. Devoraba las raciones de comida, leía las cartas de las novias y las órdenes de los superiores. Estudiaba las fotografías familiares y los documentos personales. Una vez satisfecho, se tiraba de espaldas sobre la grama y admiraba las estrellas. Deslumbraba sus ojos ante la luz de una luna brillante y nueva sobre Europa. Una luna llena y enorme, libre de iris, como un ojo ciego. Una luna magnífica sobre el mundo, sobre los hombres. Llegaba a él la realización… Comprendía que todo acto en la tierra era fútil si se comparaba con la magnitud y trascendencia del universo.
Y eso, señores, es la invención de una fábula.
Cuántas patrañas.
Imagino que esa supuesta hazaña le dispensó un hálito de heroísmo y misticismo a este joven recién llegado a Bolivia que, con apenas dieciocho años, sin un centavo en los bolsillos y con un hambre voraz, supo abrirse camino. Personalmente, no creo que la leyenda sea verdadera. Estoy seguro de que el hombre que recuerdo, mi abuelo, ‘El Gran Dieter Grund’, ‘El enorme Dieter Grund’, no habría sido capaz de asesinar a un ser humano. Al menos, no con sus propias manos. No con esas manos. Engañarlo, tal vez… Con seguridad, sí. Timarlo, estafarlo, amañarlo: ¡por supuesto! Pero, ¿asesinarlo? No. No lo creo. No deseo creerlo. Aquél hombre, Dieter Grund, fue nuestro abuelo y fue el padre de nuestra madre, a la que al nacer le llamaron Vivien.
… Vivien
… Vivien
… Vivien
El simple hecho de leer su nombre, la armonía y delicadeza con la que las letras se unen unas con otras, la cadenciosa entonación de las sílabas, la contraposición entre la V inicial y la N final… Todo en esa palabra, en ese nombre y en esa mujer fue fragilidad, absoluta fragilidad.
Vivien Grund. Mi madre, Vivien Grund. Hija única y consentida, Vivien Grund. Adolescente impredecible e indomable, Vivien Grund. Bajo la enorme sombra de su padre, Vivien Grund. Enamorada de un muchacho de dudosa procedencia y riqueza. Embarazada y casada a los diecisiete años. Madre de dos gemelos rubios y de ojos celestes… Mi madre, Vivien Grund. Mujer que lloraba en la quietud de su habitación, cada tarde, al llegar a casa, Vivien Grund. Con la grotesca deformación y muerte de su hijo impresa en la memoria y cargada sobre la espalda, Vivien Grund. Con la insólita y repentina desaparición de su esposo, Vivien Grund. Traicionada por mis autorretratos, mi madre, Vivien Grund.
Cosa curiosa la memoria. Se empecina en dejarnos en la mente el recuerdo de una persona tal y como la vimos durante sus últimos años de vida. Por eso, cuando hago el ejercicio de cerrar los ojos e imaginar el rostro de mi madre, la que aparece frente a mí es la mujer rota. La que ya había saboreado la tragedia y el desconsuelo. La que no veía en este mundo más que llamas alrededor y ningún lugar hacia dónde escapar. La que sufría a causa de esas constantes pesadillas en las que enormes olas la devoraban y ahogaban. El rostro de la mujer vestida de negro que enterró a su hijo de doce años, a Marito, mi hermano, dentro de un pequeño hoyo bajo la tierra. Ella y yo en el cementerio, y sobre nosotros una incesante lluvia de verano; mi padre ya ausente, ya desaparecido; y nosotros de pie y tomados de las manos, con gotas de agua sobre nuestras mejillas en lugar de lágrimas; con el terror de la deformación presente y vivo en nuestros pensamientos. Mi madre y yo, mano a mano y en silencio; frente al marrón, reluciente y cerrado cajón en el que habían colocado a esa cosa sin forma, a Marito, a mi hermano. El rostro de la mujer que durante semanas, meses, años, anheló el retorno de su esposo. O al menos una certeza, un indicio, una explicación. La mujer que jamás entendió que, a veces, las personas que juegan con fuego se queman y desaparecen… O la otra posibilidad, la otra explicación para la ausencia de mi padre: algunos hombres huyen cuando se enfrentan al horror. Quizá, eso fue lo que él hizo: escapó de la deformación. No lo culpo, no lo juzgo. Si Marito hubiese sido mi hijo, yo habría actuado de forma similar. Sí, el rostro frio, calmo y sin vida de mi madre, Vivien Grund; la mujer que puso fin a su dolor de la manera más poética posible: sin dejar nota alguna, con pastillas para dormir, echada de espaldas sobre el sofá de su sala, desnuda y abrazada a uno de mis cuadros, una de las obras que me trajo renombre internacional. La obra que me elevó como artista y me llevó a las grandes galerías. La obra que destruyó su corazón y aceleró la desintegración de nuestra familia: el Autorretrato #22. Sí, en la muerte de mi madre yo jugué mi parte… Es una cruel herida, el arte.
De ella, de la mujer que deseo recordar, solo me quedan las fotografías. Fotografías impresas en las que aparece una joven Vivien. Fotografías desvaídas, descoloridas. Fotografías tomadas en cámaras de rollos y reveladas por ojos y manos anónimas, en la oscuridad de estudios fotográficos ya inexistentes. ¿Quién aparte de nosotros habrá visto estas imágenes? ¿Quién más contempló el rostro de mi madre? ¿La recordará alguien? ¿Habrá copias de estas fotografías en algún rincón de esta ciudad? Fotografías guardadas durante años en un cajón y luego en otro y luego en otro y luego en otros, hasta llegar a este que tengo abierto esta noche, a mi lado. Fotografía en la que te veo, madre, joven y entera; con un cigarrillo en la boca y un pijama blanco. Estás casi tirada sobre un sillón marrón. Tus ojos diáfanos miran a la cámara y ella capta tu rostro. Eres tan joven, nada aun te ha pasado... Fotografía con tu cuerpo apoyado sobre una estatua dorada. Es de noche, usas gabán. Tus dientes brillan. Tienes el cuello cubierto por una bufanda negra, estás en Alemania. Eres feliz… Fotografía con un bolígrafo en la mano derecha. Estás dentro de un departamento irreconocible, sentada frente a una pequeña mesa de madera. Tus cabellos casi cortos, naranjas y oblicuos. Tu nariz larga, larga, larga y la mancha de algún líquido oscuro sobre tu mejilla derecha. Miras a alguien, le sonríes. Eres amable... Fotografía tuya de espaldas. Estás lejos. ¿Eres tú, mamá? Sí, eres tú. Estás de pie, sobre una pendiente cubierta de nieve. Usas chamarra roja y miras algo que la cámara no capta, algo que escapa del marco de la imagen. Estás sola…
Son las fotografías de la mujer que Marito y yo conocimos durante nuestros primeros doce años de vida, antes de que todo cambie, antes de las deformaciones y los autorretratos, antes de las histerias y las desintegraciones.
Madre: todo esto es solo una excusa para decir que te amé.
Nunca lo supiste, pero Marito y yo solíamos esperarte por horas, solo para verte llegar y recorrer los pasillos de la casa. Escuchábamos el sonido de tus pasos atentos y decididos, el golpe ahuecado de tus tacos. Estudiábamos las formas de tus piernas delgadas y brillantes debajo de las pantys. Tú dejabas la cartera sobre la mesa de la sala, te quitabas la blusa y la tirabas al piso, entrabas a tu habitación, cerrabas la puerta y, allí dentro, hacías lo que sea que las mujeres hacen cuando están a solas. Tus sollozos resonaban dentro de esas cuatro paredes. Marito y yo escuchábamos; escondidos, invisibles y alertas. Una vez callabas, retornábamos a nuestros juegos, al mundo que nos pertenecía, a nuestras fantasías. Éramos kamikazes en caída libre, espías en persecución, asesinos en pleno escape, investigadores de lo sobrenatural, soldados en trincheras, alguaciles desalmados, caballeros sobre corceles, estrategas del espacio, comandantes de pelotones, francotiradores en misión suicida, libertadores de oprimidos, rebeldes acuartelados, Robotechs contra Centraedis, Mazinger Z vs. Superman. Éramos niños y nuestro mundo estaba vetado para los adultos. Eso lo teníamos muy claro. Era nuestro espacio de seguridad. El escondite donde sincronizábamos los pensamientos. Nuestra manera singular e inalterable de unir las emociones y almas para, por fin, ser uno solo. Marito y yo; una sola entidad. Un solo cuerpo, un solo ser. Tal y como debió ser desde un principio, pero no lo fue. Nacimos dos. Separados, pero homogéneos. Separados, pero gemelos. Uno, espejo del otro. Reflejos idénticos, hasta el día en el que el cristal se nos rompió.
Por eso, porque éramos gemelos, fue que yo también sufrí cuando las deformaciones iniciaron. Yo también me transformé cuando llegaron los dolores, cuando arribó aquello que luego se llevó a mi hermano. Algo dentro de mí también se dislocó. Algo que me mantuvo vivo y con el cuerpo intacto, pero que trastocó mi interior. Me ensució y corroyó. Algo que me convirtió en el hombre torcido que ahora soy. En el caso de Marito, fue el cuerpo lo que se desfiguró. En el mío...
La primera deformación ocurrió una noche cualquiera, sin previo aviso y sin testigos. Aquella noche tuve un reposo ligero e incómodo, un mal sueño. Abría los ojos a cada momento, tenía la sensación de que el tiempo estaba detenido, de que el día no se acercaba. Miraba hacia el patio, hacia las copas oscuras de los árboles. Nada fuera de la habitación se movía. Al parecer, nada en el mundo avanzaba. Intenté, una y otra vez, encontrar una posición adecuada para el descanso. No lo logré. En las intermitencias del sueño llegaron a mi mente imágenes del futuro, sucesos que todavía no habían ocurrido, rostros de personas desconocidas, viajes no realizados, conversaciones con palabras en idiomas ignorados.
Desperté extenuado. Abrí los ojos y me mantuve inmóvil durante varios minutos. Todo en mí estaba húmedo. No pude identificar aquello que me aquejaba. ¿Era solo la cabeza o también el cuerpo entero? ¿Eran los músculos, los huesos o algo más interno, más adentro? Me esforcé y logré sentarme sobre la cama. Estiré los brazos y enfoqué la mirada. Observé alrededor. No había restos de noche en la habitación. La luz que ingresaba —un inolvidable destello ámbar— iluminaba todo dentro del cuarto: la alfombra, la cómoda, los libros, los cuadernos, los escritorios, las bicicletas, las cortinas. Miré a Marito. Dormía sobre su cama de una sola plaza, en el otro extremo de la pieza. Tenía la boca abierta y los pies descalzos. Tuve la impresión de que respiraba con dificultad. Me reconocí en su rostro y en su cuerpo bajo la sábana. En sus brazos y en sus manos… ¿Su mano?... Algo incorrecto y confuso en esa mano… Entonces la vi. Desde mi cama, la vi y la reconocí. Indiscutible y monstruosa. Imposible de ignorar. La vi.
—¿Marito?
Toda acción creadora, todo resultado estético, toda obra de arte es —y debe ser, no puede ser de otra forma—una alteración de la realidad, una anormalidad. Algo que no tenga sentido dentro de su propio tiempo. El arte es la construcción de la extrañeza. De lo antinatural, raro, único y original. Estoy seguro que esa mañana, al observar la mano de mi hermano y lo que había sucedido con ella, tuve mi primer encuentro cara a cara con la esencia del arte. En ese instante comprendí mi lugar en el mundo.
—Che Marito…, despertá…
—¿Mmmmmm….? respondió.
De ser así… ¿Quién fue el creador de la obra en la que Marito se convirtió?
Referirme a la existencia de Dios y a su crueldad no tendría sentido. Sin embargo, admito que lo sucedido con él y con mi familia estuvo cerca de lo sobrenatural. El arte es también un acto de magia, de prestidigitación. Tal vez Marito haya sido una obra maestra y anónima. Una intervención directa del arte en la vida, con el cuerpo humano como herramienta de trabajo. Pero hay otra posibilidad. Una más sombría y, a la vez, más congruente y adecuada a las extraordinarias capacidades de mi hermano: ¿habrá sido él mismo, Marito, su propio autor, su propio escultor, su propio deformador?
—Che, Marito, hermano…, despertá, viejo…, despertá.
Abrió un ojo y luego el otro.
—Hooooooolaaaaaa Pedrito, dijo apenas, su voz también deforme.
—Dale Marito, despertá y sentate… Y mirá…
Hizo un esfuerzo, se sentó. Lo hizo con demasiada lentitud, como si hiciese hincapié en la magnitud de su cansancio. Bostezó y estiró los brazos. Abrió y cerró los ojos varias veces, muy rápido. Alzó la mano para saludarme y entonces la vio. Allí estaba. Aun pequeña, pero ya latente. Aun tímida, pero ya amenazante. Aun incomprensible, pero ya imparable: la primera deformación.
SOBRE LA AUTORA
Eva Sofía Sánchez Exeni (1981) vive y trabaja en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Es escritora y periodista. Autora de Matar lo amado (cuentos, 2018), Deformaciones (cuentos, 2023), ¡Taxi! (nouvelle, 2020), Tenemos sed (narrativa transmedia, 2021) y Aquí y ahora, conversando con artistas cruceños (crónica, 2019). Ganadora del premio Letras de Nuevo Tiempo 2018.
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