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Clarice Lispector: una anticipación

Actualizado: 23 sept 2023

por Christian Jiménez Kanahuaty I RESEÑA I BOLIVIA

 

Clarice Lispector es una de las voces más influyentes de la literatura mundial. El autor nos presenta aspectos relevantes para acercarse a la escritura de esta autora ucraniana-brasilera.

Así como Joseph Conrad, Lispector nació en Ucrania un país asolado por la violencia, la guerra y el silencio. Quizá no sea casual que estos dos escritores, cada uno a su modo, hayan explorado estas tres dimensiones de lo humano con resultados diferentes, aunque subrayando la misma conclusión: el corazón humano es un largo camino hacia lo desconocido y sólo conecta con los demás, muy de cuando en cuando, bajo el signo de alguna pasión o de algún miedo.


No hay forma de vernos reflejados en el mundo de hoy si no es por medio de las ficciones. No en vano Vargas Llosa en un libro de los noventa reflexionó sobre esta condición, generando así el postulado mayor: la verdad de las mentiras. Decimos novelas para decir ficción y cuando decimos ficción estamos hablando de mentiras. Aun así, son verdaderas porque nos impulsan a indagar en el reverso de la historia escrita desde los sitios en que la academia estableció su régimen de verdad, y son mentira porque en verdad nada nos dice que los hechos narrados en una ficción, por más de que ella esté basada en hecho reales, hayan sucedido así. Y, sin embargo, las mentiras que provienen de la ficción son aquellas que más y mejor explican el mundo. El mundo en su sentido metafórico, espiritual, material e íntimo. Quizá por ello el nombre de Clarice Lispector hoy pueda servir de antemano de transmisión de verdades tan profundas como las tinieblas de las que habló Conrad en sus novelas.


Hay un eco de ternura irremediable en la prosa de Lispector, pero es también agria, sombría y aterradora, porque se sabe que no durará para siempre y que no podrá ser compartida. Y que, además, dura tan sólo un instante. No hay forma de que la felicidad sea eterna o compartida o siquiera dicha en voz alta. E incluso el amor o el deseo es algo que sucede o en la imaginación o bajo el barniz aterrador de la duda. En principio porque los amantes no conocen a ciencia cierta la dimensión de su amor y, por el otro lado, no saben con certeza si su amor es correspondido en esa dimensión, o si tal vez es un amor que inunda otros sentimientos. Los amantes se pueden entregar al mismo juego, cada uno por las razones equivocadas.


Y esta suerte de registro que invade lo cotidiano se halla también en sus crónicas, donde lo doméstico y natural no es sino la transformación de un estado de ánimo. El mundo físico es una proyección de las ansiedades de la escritora y una ramificación de su propia voz. Ella nombra el mundo, lo condiciona y lo adjetiva, y el mundo es tan plástico que se deja moldear por las palabras que ella teje a diario mientras hace la compra, responde cartas, contesta el teléfono o encomienda a su asistenta las labores del día. Pero incluso en ese orden hay un breve espacio para la distorsión. La irrupción de lo desconocido a través de una brisa de tabaco que se cae en la alfombra, una flor marchita antes de tiempo, un pájaro que se detiene entre las cortinas, o un ramo de flores que llega sin aviso ni remitente. Todas ellas cargan en sí la posibilidad de la duda sobre cuánto durará su recuerdo, pero, ante todo, están presentes porque nos dejan pensando si esa interrupción de la rutina encuba algo más. Si quizás en ella hay algo que no podemos ver y sea lo que nos indica lo que marcará el día. Es decir, que esas interrupciones son simbólicamente presagios del día que tendremos y Lispector es dueña de presagios, mandamientos y profecías que se cumplen por la fuerza contundente del deseo y de lo material que se traduce en que la vida es también algo que compartimos entre todos.


No se puede escribir desde el desconocimiento, y en el caso de Lispector parecería que la resolución es llevaba hasta sus últimas consecuencias. Hay un afán de descubrir por qué y para qué se escribe en cada una de las palabras de la autora. Ella misma escribe por que no sabe. No sabe lo que encontrará y no sabe ni la sintaxis necesaria para narrar. Así, cada libro, cada historia, novela, cuento, crónica, es una demostración de la necesidad de expresarse en un lenguaje nuevo. Ella se renueva todo el tiempo porque sus palabras deben ajustarse a lo que el relato desea ser. Y ella los deja ser.


La guerra te libera, la migración te libera, la violencia te libera. Cuando el cuerpo estuvo tan cerrado por dentro como por fuera, ya nada puede atentar contra la libertad de la creación. Conrad lo sabía y Lispector también.


Por ello las ficciones que fabrican funcionan como artefactos en los que la libertad no es una quimera, ni un sueño irrealizable. Son fórmulas de una secuencia que empieza con la escritura y termina con la fabulación. O, dicho de otro modo: encuentran en la fabulación la conexión perfecta entre creación y recuperación de la memoria. Por ello, sus historias son tan vívidas. Tan reales y contundentes. Y viven con nosotros luego de acabado el libro.


Lispector nos indica un camino que no va de la prosa a la realidad. Es más bien un puente que al cruzarlo se viene abajo. Nos obliga a detenernos. En la espera y detenidos en el tiempo del relato, lo que encontramos es que lo que pensábamos que estábamos viendo, en realidad sólo existe en nuestra imaginación. No en las palabras de la autora. Ella logra dejar espacios en blanco de manera tan sutil que, al llenarlos, somos nosotros, los lectores, los otros creadores del relato. Pero, junto a ese movimiento de libertad creativa, Lispector, nos enseña a esperar. En la espera está la revelación. Como toda revelación, rebela ejes de la trama frente a nuestros ojos que subrayan la necesidad de la relectura y vuelven sobre la pregunta de por qué es tan importante para el ser humano contarse mutuamente historias que no son verdaderas. Porque el fin del entretenimiento lo conoce muy bien la autora. Pero, hay algo más. Y en ése algo más está la cultura, no sólo el lenguaje, no sólo el estilo o la imaginación, sino la cultura en su totalidad.


Porque ella es consciente de que lo material de la humanidad es su consumo cultural. Las referencias emocionales tienen que ver con la música que escucha, las películas que observa, los cuadros que admira, la comida que prepara, los viajes que realiza, los sueños que tiene y el tipo de educación que tuvo y se agenció. Y entre esas cosas, las amistades, los amores, las dudas, los miedos, los desamores; y las ausencias familiares, por muerte, enfermedad o tedio.


Esa sustancia es la que nutre la carne de la escritora y esa misma sustancia es también la que hace de su ejercicio al interior de la literatura tenga resonancias nuevas y abra caminos para nuevas formulaciones al interior de la prosa. Pero no es despejado el camino. La hojarasca que queda tras el temporal de las vanguardias o el silencio tras el estruendo del boom de la literatura latinoamericana, no dejó que la obra de Lispector fuese apreciada con total intensidad.


Se la tildó de difícil, feminista, solitaria, loca, ambigua, existencial, confusa, y poseedora de un imaginario construido sobre la base de silencios y reiteraciones.


Sin embargo, su prosa, tras despejar unas cuentas claves de interpretación, logra romper el andamiaje de nuestro lenguaje inmediato acostumbrado a simplificar la realidad. Ella apuesta por la sofisticada palabra y por la frase larga y contundente llena de matices, porque está lleno de matices el pensamiento dado que el mundo mismo está elaborado de esa manera.


Como pensamos, escribimos, parece decirnos y no le falta razón. Pero también el pensamiento es un resultado de la atención que se presta sobre el mundo, mientras mayor capacidad existan en el escritor de captar cada una de las intermitencias de lo real, su prosa se engordará y ensanchará. Se dilata en el tiempo, porque lo que trata de hacer es capturar el instante desde todas sus combinaciones y en todas sus acepciones. Y, en ese sentido, no solamente se emparenta con Conrad, también con Juan José Saer, con David Foster Wallace, con Don DeLillo, con Vargas Llosa, con José Donoso, con Orham Pamuk, con Blanca Varela, con Osvaldo Lanborguini, con Martín Caparrós, con Luis Goytisolo, con Javier Marías, con Pamela Moore, con Françoise Sagan, con Rosario Castellanos, con Juan Marsé, con Fitzgerald, con Salinger, con Jonathan Franzen, con Jaime Saenz, con Yolanda Bedregal, con Eduardo Mitre y Edmundo Camargo. Todos ellos, hacen de la escritura un estilo que dilata el tiempo o lo comprime. Su intención es la misma. Dar cuenta de un instante en la vida de un objeto, o de una persona, o de un grupo de personas, para que en ese ejercicio se encuentre la vida misma en movimiento. Y el movimiento es perpetuo, hacia atrás y hacia adelante. El hacia el pasado como hacia el futuro.


Y no hay que confundir este ejercicio con la práctica de entender un instante como el resumen de todos los instantes ni como su síntesis. Lo que hay es más bien la posibilidad de encontrar un rasgo en el instante que defina el tiempo. Es una característica casi física. En ella están todas las respuestas. Las grandes novelas, los poemas enormes, tienen ese gesto en su interior, aún sin saberlo. Todos ellos, todas ellas, son capaces de captar y aislar ese pulso. Ese pulso que caracteriza una canción, una melodía, un fraseo, un capítulo. Es como el corte de cabello de una persona o el modo en que se anuda los zapatos o la manera en que baja por las escaleras. Todos esos rasgos definen un carácter. Son sus huellas de identidad. Son lo que nos diferencia y lo que nos hace, en cierto modo, únicos.


Estos escritores, y entre ellos Lispector, de manera notable, conjugan con palabras naturales lo sobrenatural. Pero esto que parece abstracto y etéreo no es sino, una manera de decir que la obra narrativa de Lispector apela a sensibilidades educadas en el dolor que está anclado al silencio de verse solo en un sitio que se desconoce, pero que no por ello se va dejar ni de lado ni va dejar de tener interés.

Y esta creo que es la palabra exacta que puede definir la obra de una escritora como Clarice Lispector. Ella produce interés con lo que escribe en la mente del lector despierto a nuevas interrogantes y sensaciones, pero también está el interés que ella misma se procura para sí al momento de escribir algo que no conoce, porque la prosa verdadera se escribe para conocer de qué está hecha la historia que se desea contar y no para formular con palabras algo que ya se imaginó hasta el mínimo detalle; la prosa de Lispector, en ese sentido, no es ni programática ni calculada, es una prosa que se sostiene en la sorpresa. Sorpresa bajo la acepción siguiente: acto de revelación de un mundo que se intuyó, pero que no se conoce hasta el momento mismo de su incorporación. Y entonces, tanto el mundo como el que lo que descubre se transforman, caen bajo la sorpresa de no saber qué pasó y, sin embargo, cargan ellos las consecuencias de los resultados del encuentro.


No hay manifestación que vaya más allá de la prosa de Lispector que el interés por este detalle, que en lugar de ser menor es constitutivo de su forma de explorar el territorio imaginado desde la creación de personajes que se disponen a realizar el ejemplo de su vida en una serie de instantes, bajo la observancia de una escritora que sabe lo que es la libertad. Y no es cualquier libertad. Es una libertad redistributiva. Una que va tanto para ella como para sus personajes, y también, y en última instancia, para sus lectores. Mientras más amplia sea la franja de libertad por la que todos pasan, más implicaciones tienen sus ficciones en la vida cotidiana de nosotros como lectores. Y esta es otra de las enseñanzas de la escritora ucraniana radicada en Brasil hasta el día de su muerte: una libertad de sentido es una libertad política que no es sino la manifestación de la libertad del cuerpo para sentir aquello que de verdad no siente como propio, pero lo hace suyo porque sabe que en ese sentir está la clave de su humanidad en perspectiva histórica.


Así, el sentimiento que produce las emociones no tiene un alcance meramente ficcional. Su alcance rebasa lo ficticio y lo imaginario porque está ante todo sostenido por una voz que está habitando un cuerpo que es histórico. Es decir, que todas las emociones, tradiciones, historias, eventos, problemas, dudas, sentimientos, crisis y contradicciones que vivió la humanidad desde su origen, llegan hasta ella para conformarla como escritora, y así como a ella también a nosotros. Nosotros, por tanto, no estamos despojados de historia. Nos olvidamos de ella porque así es más fácil vivir y equivocarse. Pero, así como somos seres para la muerte, y nacemos al lenguaje, también somos seres que atravesamos la historia, y cargados de ella nos presentamos al presente, que no es más que un solo recorte en el tiempo, que adquiere sentido cuando a él se le añade aquello que por facilidad hemos denominado como memoria.


Hacemos memoria para recordar, y de recuerdos sustantivos está poblada la prosa de Lispector; de recuerdos estamos hechos los humanos y la historia que hacemos. Poco importa que sea la historia en mayúsculas o la historia con letra chica, porque todas se combinan y caminan en paralelo. Hay cierto momento en que las líneas se intersectan y confluyen en un evento que reconstituye tanto los cuerpos como su memoria, su humanidad y su territorio.


Lispector lo sabía, y por ello estuvo siempre pensando lo ficticio dentro de sus novelas y cuentos, pero jamás dejó la vida cotidiana de sus crónicas libres de todo eje histórico o emocional.


Como pocos, ella logró conjugar pasado, presente y futuro en una prosa que era densa como el dolor y radiante como la infancia. Para extraer del punto intermedio la historia de vidas desatadas dentro de lugares sin límites. Demostrando de esa manera que la literatura es un mapa en blanco que se llena con cada obra, con cada nombre, con cada libro, y que de la suma de todos ellos lo que queda es otra nueva escritura.

 

SOBRE EL AUTOR

Christian Jiménez Kanahuaty (Bolivia) ha publicado dos novelas, "Invierno" (2010) y "Te odio" (2011), con la Editorial Correveidile. La novela "Familiar" (2019) fue publicada por Editorial 3600. Su más reciente obra se titula "Paisajes" (Ediciones E1, 2020). Ha contribuido con su poesía a varias antologías como "Cambio Climático, panorama de la joven poesía boliviana" (Fundación Patiño-Bolivia); Tea Party I (Cinosargo editores-Chile), Traductores del silencio (Sanatorio editores-Perú) y Sucia Resistencia (Ed. Groenlandia, España).


Cuentos suyos aparecieron en antologías como "La nueva generación" (Ed. Correveidile-Bolivia, 2012) y "de Imposibilidades posibles" (Editorial Kipus-Bolivia, 2013). "Nuevos Gritos Demenciales, antología del cuento de terror" (Editorial 3600, La Paz, 2011), "Una espuma de música que flota. Antología de cuento Bolivia-Ecuador" (Editorial Jaguar, 2015) y en la revista Intravenosa de Argentina.


Dentro de su obra de no ficción destacan el libro "Ensayos de memoria" (Autodeterminación, 2014), "Bolivia. El campo académico, cultural y artístico 2003-2016" (Autodeterminación, 2017), "Movilización indígena por el poder" (Autodeterminación, 2012), La maquinaria andante (Abya-Yala, 2015) y Distorsiones del colonialismo (Autodeterminación, 2018). Sus últimos trabajos publicados son el ensayo titulado "Roberto Bolaño, una apropiación" (2020).

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