En el círculo que se formó para el baile se encontraban familiares y amigos de los novios. Era la simpleza expuesta sobre el piso lustrado de madera envejecida por los años. La recurrencia de la música hacia que el ánimo común fuese el de la felicidad responsable. La insoportable somnolencia de las horas finales de la tarde de verano estaba aguijoneada por el aroma de las flores, el sabor de los zumos de frutas con alcoholes de distintas gradaciones y la sensación inminente de la cena final. Los jóvenes sabían que estaban vivos y plenos; los adultos, por su parte, encontraban en los ojos de sus acompañantes el recuerdo de viejas y pérdidas emociones que se habían consumido en la vida moderna que siempre estaba teñida de interacciones mercantiles que aparecían de lunes a viernes, dejando simplemente el fin de semana para el respiro de los cuerpos y acaso, la añoranza de un paisaje que jamás pudieron conquistar logrando, así, conformarse con el estruendo de sus cuentas bancarias que crecían mientras el país se desarrollaba y se encaminaba a establecer cada mes, cada año y con cada gobierno, mejores condiciones económicas y acuerdos comerciales con los demás países de la región, y ya entrada la estabilidad, con los colosos de Estados Unidos y la Unión Europea. El neoliberalismo podría ser una mala palabra para aquellos que habían militado en la izquierda y construyeron su vida alrededor del sueño del socialismo y de la socialización de los medios de producción; pero lo cierto era que, para el sentido general, el neoliberalismo era el santo y seña de una oportunidad para revocar el destino y cambiar las cartas que la vida repartió. No era fácil enfrentarse a la oportunidad comercial sin sentir el temor perpetuo de que las cosas se podrían descarrilar. Pero ese vértigo era mejor que el no hacer nada. La espera estaba mal vista. Así como los novios no esperaron más de un año para casarse, así todos arriesgaban lo que tenían. Y estaban contentos por adentrarse en esas reglas. Vivir de ese modo los satisfacía íntimamente.
Los novios se habían conocido hacía muchos años, pero jamás pensaron que compartirían sus vidas. Eran simplemente grandes amigos. Hijos de familias acomodadas. Hijos de padres que esperaban mucho de ellos y por ello, los envolvieron en ropas finas y los mandaron a colegios del extranjero para que así aprendieran idiomas, vieran el mundo y se codearan con los herederos de una aristocracia mundial que en Bolivia no tenía muchos reflejos o que, en la mejor forma de decirlo, era cuestionada por los poderes republicanos; la aristocracia se enriqueció en el país del altiplano y la política se encargó de escribir la historia para no cuestionar las prácticas de la usurpación. Pero ellos, que a pesar de todo seguían como dueños indiscutibles del país, no pensaban en la historia ni en la política como disciplina y, menos aún, deseaban ver a sus hijos convertidos en antropólogos o lingüistas. Deseaban lo que desean los de cierta clase social. Reproducir el dinero y generar descendientes que, con los años, se hicieran cargo de las fortunas familiares para que así, ellos, los padres, jerarcas y patriarcas, pudieran dedicarse, por fin, al descanso y a los viajes de placer. Ya en la madurez muchos encontraron las mieles que de jóvenes se privaron para construir sus imperios de sal, azúcar, aceite, soya y carne de res. No les avergonzaba que su dinero proviniera de esas áreas. Los sonrojaba no lograr los índices esperados a final de año. Después de todo, en un país que vivía del conflicto social y que debía sortear bloqueos de caminos cada vez que los campesinos demandaban algo al gobierno, el crecimiento económico era una quimera. Pero la sospecha de que era imposible prosperar sólo cabía en la cabeza de personas de mediano pelo. Los ricos de verdad tenían acuerdos subterráneos con los partidos de turno y jamás dejaron de ver un alza en sus ganancias. Estaban, como se suele decir, bien conectados.
Al estar bailando ellos lo saben. Saben que con cada movimiento el dinero sigue su curso, crece. Se multiplica, como multiplicados están los negocios y los afectos en esas personas de traje nuevo y lustroso que empieza a mostrar su verdadero contorno a la luz de las lámparas de cristal, porque ya la noche hizo de las suyas y se acomodó como una invitada más. Y es que hay ropa y trajes que sólo se lucen de noche, así como hay besos y caricias que sólo pueden darse de madrugada, pero mientras nos perdemos en la ensoñación, los nuevos amantes enlazan sus manos con esa sensación inédita de la argolla en el dedo. Saben que se pertenecen. Que no hay embarazo que hizo presurosas las cosas. Que el amor es algo construido en las redes del tiempo y que, sí, como en los cuentos de hadas de la infancia, pudiera haberse dado la situación de un matrimonio arreglado, pero no es lo suyo. Lo que los une y los separará a través de la vida es la sensación de juventud y de infinitud que los consume hasta las lágrimas y el hartazgo. Se midieron cuando se reencontraron. Ella regresaba de Holanda y él de Nueva York. Se vieron y se sintieron. Hablaron e improvisaron recuerdos para no dejar de verse. Con los meses y los años, los amigos en común los invitaban con la secreta intención de que algo se fraguara entre ellos. Parecían destinados a estar juntos: guapos, talentosos, dueños de interesantes sumas de dinero, capaces de administrar su tiempo sin pedir permiso a nadie; y además de eso, capaces de decir las cosas tal y cual eran, un rasgo que admiraban sus amistades que criados en unos contextos distintos habían aprendido el arte del disimulo. Ellos no tenían inquietudes al decir lo que sentían o lo que pensaban. Así que su conversación podía elevarse hacia ámbitos irreconocibles para sus amistades sólo por haber vivido en países en los que se valora la honestidad y en los que las palabras tienen otra gradación.
Pero todo pasará en las horas siguientes. Ambos lo saben y aunque sus cuerpos no son desconocidos, creen en un afán de fe, que, al hacer el amor, con los anillos puestos, algo sucederá. Algo podrá revelar el ser que anida en ellos y que aún no ha salido a flote. Él toca claramente su cintura con la intención de desanudar los lazos del vestido, pero ella desea prolongar un poco más el beso y aunque siente el bulto crecer en la entrepierna de su, ya ahora, esposo, siente un cosquilleo en el bajo vientre que no la remite al placer. Se siente adolorida de pies. Está cansada por la presión del peinado en su cabeza que ha ceñido su cabello por largas horas, incluso, haciendo que ella fuese al baño repetidas veces para limpiarse con toallas higiénicas, el sudor perlado y de tinte acaramelado producto del corrido del maquillaje. Salía del baño con la certeza de que en cada ocasión que cruzaba la puerta, su cuerpo y su rostro, eran menos presentables para aquel público expectante, que no escatimaría en comentarios a la hora de hacer los comentarios futuros sobre aquella recepción. Se sentía menos bella. Menos seductora. Su esposo, en cambio, tenía los pies planos y el zapato escogido para esa noche era uno de esos que no cuestan mucho en las galerías del centro de la ciudad, pero son cómodos. Lo que detestaba era esa sensación pegajosa de un desodorante mal escogido y de una camisa cuya tela revelaba ser espantosamente transparente y llena de rugosidades en las costuras internas. Le rasparon la piel. Lo irritaron. Pero ahí lo tenemos. Dispuesto a satisfacer hasta el final el ritual del desborde genital.
Su esposa mira, le ofrece un poco de vino, le dice que hay coca-cola en la nevera. Le pide calma. Le ofrece un último canapé. Y mientras se desvive en demorar el tiempo, él ya se quita los zapatos, las medias y el pantalón. Queda así, un poco ridículo, un poco en confianza, un poco a su disposición; intenta de nuevo quitarle el vestido y ella rehúye. Siente que no. No es virgen. Lo saben ambos. Pero hay un sonido que emerge de su intuición. Lo recuerda.
Antes de subir y al despedirse cada uno de sus invitados, tuvo tiempo de verlo de lejos y observó cómo se entretuvo conversando con una amiga suya, socia en su empresa, según él, y notó algo. Una mano detenida en la cintura por más tiempo del adecuado. Un guiño sincero y fugaz. Y la sonrisa de ella y la caricia, también de ella, en el cuello de su ahora esposo, pero sabe que no fue una simple caricia. Los dedos de aquella mujer -delgada, de vestido celeste con escote simple y cabello peinado como en los ochenta-, rodearon e hicieron lazos con el largo del cabello ondulado de su marido. Índice y anular como bucle entre los rizos de la nuca, al borde del cuello, ya sucio, de la camisa, levemente almidonada. Suficiente como para dar nausea. Suficiente movimiento para declarar complicidad, como para decirle a ella, desde su lugar, que aquella no era la primera vez en que la mujer hacía aquello; el gesto era mecánico, normal, usual, casi, se diría que habitual. Sin dudar. Sin riesgo. Con la confianza que entregan los años. Él se retiró tras muchos segundos de simple confort. Se apartó sin sobresaltos cuando quizá se dio cuenta que no era ella la que debía hacer eso con su cabello. O quizá entendió que el tiempo para que otra mujer jugara de ese modo con su cabello había claudicado horas antes en el altar de un deseo amarrado a símbolos antiguos.
Así que ahora ella piensa mejor. Recuerda las palabras de su madre, entonces tiene una certeza fugaz: mira a su tía en temporada de invierno. Ella está llorando y toma cada tres horas unas pastillas azules circulares que tienen rugosidades en el exterior. Dice que es para el estómago. Pero sabe a ciencia cierta que eso no es cierto. Escuchó a sus padres hablar sobre las pastillas y entiende que son para la depresión. Depresión por el divorcio. Por la infidelidad de su esposo. Entonces mira de nuevo los brillantes ojos de su marido y reconoce la palabra exacta. Infidelidad. Traición su consecuencia moral.
No desea desnudarse. No quiere saber nada de la cama ni de tirar el vestido revuelto a los pies de esa madera de roble que brilla en plena oscuridad.
Los grabados de la pared con escenas campestres, guerras y asaltos a puertos en llamas, hacía simple ver que el dueño de tan elegante hotel era adicto a la violencia, pero lo ocultaba tras un velo de inteligencia y esnobismo; así que el meridiano país en el que se encontraban era un recuerdo de viejas guerras y antiguas disputas por un territorio que luchaban por mantener bajo su interés aquellos que con su apellido habían construido sus industrias.
Por esos años, tras la última guerra, la familia de él perdió millones en unos uniformes que no resultaron adecuados para las expediciones. Se doblaban de mala manera en las bolsas destinadas para cada oficial y ya en la segunda o tercera semana de uso constante, empezaban a presentar serías roturas en las mangas y bolsillos interiores. Los objetos se perdían, deslizándose por las piernas, incrustándose entre el fango y eran accesorios caros, útiles y de importancia secreta, por ello su diminuto tamaño y su contenido sofisticado y luminoso. Con ese golpe en las espaldas, la familia reencausó las inversiones hacia terrenos más seguros. Barcos y automotores.
Eso claro que ella no lo sabía. Habría sido un duro recuerdo que habría tenido la intención de probar su valía frente a la familia de su prometido y él, sin saber muy bien por qué, quiso ahorrarle ese dolor. Después de todo, las familias no siempre se conduelen por los mismos hechos. Imaginó que para ella la perdida de esos millones no era significativa. Podía ser el chivo expiatorio para que ella supiera que él y los suyos eran superficiales y que, en lugar de preocuparse por el número de muertos, anegaban en las aguas del desconsuelo, porque el negocio resultó una odisea destinada al fracaso. Así que ése fue el primer secreto. Vinieron más. Pero como todo hombre de su época, intuyó que no era importante. Los secretos eran comunes y lo que confería estabilidad a un matrimonio era el pilar del dinero, de los viajes y del progreso y de que, por supuesto, el apellido mantuviera su lustre generación tras generación.
Entonces ella regresa a sí. Y él la mira. Y nota que no se desnudará. No esa noche y no frente a él. Tiemblan sus manos y en las sienes siente una punzada pequeña y triste. Evoca la fiesta. De haber sabido el desconsuelo de su mujer y la imposibilidad de su acoplamiento, habría bebido más. Así al menos su mente no tendría oportunidad de machacarlo con efusivas muestras de posibilidades con las que llenar ahora las horas que les quedaba hasta que llegase a su arribo el sol y, con él, la excursión planeada. Debían adentrarse en la montaña y ahí acampar. Era el deseo de su hermano que cumpliría así su último día en el país, antes de regresar a oriente medio para cumplir las labores asignadas por la embajada.
Era importante para su hermano demostrar su confianza en el matrimonio y su apego por el país de ese modo. Pero al mismo tiempo era insostenible la sensación de que al llegar a destino tomaría el arma reglamentaria y presionaría el percutor para que el cañón arrojara esa única bala en el pecho desnudo. Ya no podía más. La muerte era tan sólo una posibilidad. Un suspiro. Un compás de espera. Lo demás vería cómo resolverlo tras entender y conocer por propia mano si existía o no, una vida después de la muerte del cuerpo. Sus intenciones eran probar físicamente sus lecturas gnósticas. Pero también huir del tedio de la riqueza. Era el modo en que había decidido realizar su voto de pobreza. Sólo él lo sabía y sólo él era el destinatario de ese modo de estar en el mundo.
A medio desnudarse, sabe que ella no lo quiere. Si lo quisiera ya se habría entregado a él. Y ella, lo recuerda. Su risa, los dedos, todo. Está a mitad del sueño, pero desea enfrentarlo. Así que se acerca a él. Lo mira. Lo besa. No le dice nada y le baja la ropa interior. Ve la desnudez de las piernas y empieza a besar, y chupa y estimula lo suficiente y con las manos logra que él arribe al placer. Cuando todo ha terminado, ella se incorpora y le dice lo que desea. Le pide el divorcio y sale de la habitación. Busca las llaves de otra habitación y se mete en ella. Desnuda se mete en la tina de mármol gris y respira. Las flores sobre la mesa de noche empiezan a despertar. El aroma de las rosas, jazmines y azucenas del jardín se eleva hasta la venta redonda y a trasluz nota la montaña. Con el agua hasta el cuello, se duerme. La espuma del jabón se disipa por la brisa.
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